Y perdonen la utilización del vocablo naucher, en vez de patrón que es más cercano y hasta, si me apuran, más marinero; pero la reciente celebración de la America´s Cup en aguas de Valencia ha aportado palabras y costumbres nuevas a las sobremesas del telediario y en las tertulias cafeteras. Se habla del viento térmico, de la última regata, ¡de los picos de velocidad a 18 nudos! ¡Pero hombres de Dios, a cuánta gente le gusta la navegación!
Me consuelo, sin moverme de mi posición de ojeador marino, pensando que el millón de visitantes que ha tenido la ciudad del Turia bien merecen una buena regata, pero de eso a estar todos pendientes de que si Bertorelli aceptará el desafío de volver a Valencia con el Alinghi me parece una exageración propia de nuevos ricos. Por cierto ¿dónde entrena el Alinghi?, porque creo que Suiza anda escasa de mares y océanos.
El chiringuito es un invento del que todos hemos disfrutado alguna vez
Todas estas divagaciones tienen como propósito seguir maquinando y no moverme de la playa. No obstante, la conciencia es tenaz e inquisidora y uno se levanta ceremoniosamente de la toalla protectora y avanza sobre el sábulo dispuesto a dialogar con su ordenador. Por fortuna, en el trayecto a casa, aparece una figura familiar, algo real en las necesidades veraniegas del Pueblo, un oasis en mitad de la arena mediterránea: el chiringuito. Y antes de que cante una sirena, ya está la jarra de cerveza en tus manos.
El chiringuito es un invento del que todos hemos disfrutado alguna vez. Los hay elegantes o modestos; limpios o típicos; de arena o de paseo; pero todos cumplen con su obra de misericordia: dar de beber al sediento (eso sí, cobrando). Algunos, ampliando sus virtudes, añaden los de restauración a sus servicios. Entonces, con el completo, el ordenador deberá aguardar un par de horas más, mientras uno degusta marisco y “blanco pescador” – tan sólo para adormilar a la conciencia -.
Pero, ¿de dónde sale el nombre de chiringuito”? ¿A quién debemos su acuñación? El tema es complejo y de dudosa procedencia.
En Cuba y Puerto Rico se utiliza una voz, de origen puramente antillano, para referirse coloquialmente a algo pequeño, corto y escaso: chiringo o chiringa – les ruego se abstengan de hacer chistes fáciles -. Parece ser que, en el siglo XIX, cuando se pedía un café no demasiado largo o un chorrito de ron, se utilizaba esta palabra como acepción. Con el tiempo, el sustantivo en cuestión, degeneró en chiringuito y el nuevo vocablo sirvió para solicitar un aromático café cubano. Así nos lo contaba un gran escritor y enorme articulista.
Conocí a César González Ruano en Barcelona; fue a principio de los años 60, yo era un crio que trabajaba de botones en un hotel de las Ramblas, que entonces se llamaba Manila; el nombre le venía dado por que el presidente de su Consejo de Administración, Don Luis María de Zunzunegui, lo era también de la vecina Compañía de Tabacos de Filipinas.
En Cuba y Puerto Rico se utiliza una voz, de origen puramente antillano, para referirse coloquialmente a algo pequeño, corto y escaso: chiringo o chiringa
La primera vez que vi a Don César quedé impresionado; elegante, más bien bajo, su delgada figura un tanto inclinada hacia delante, aparentaba un junco a medio despuntar; lucia un bigote escaso y encanado, recortado de una forma peculiar en las puntas; la uña del dedo meñique, amarillo por la huella del tabaco, no recuerdo si de la mano derecha, de la izquierda o tal vez de ambas, era extremadamente larga, a modo de las de Fu Man Chu, un chino made in Hollywood. Su salud andaba muy desleída, se le notaba en el rostro anguloso y cansado. Seguía fumando, a pesar de una persistente tos.
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Me causaba cierta aversión la extensión del apéndice, me la imaginaba hurgando en el pabellón auditivo o rasguñando en la casi trasparente piel del escritor.
La verdad es que no me cayó simpático; tampoco su carácter invitaba a ello. Sin embargo, en cuanto me enteré de quién era aquel cliente, cambié mi primera percepción. Aquel personaje, iconoclasta y tremendamente egocéntrico, era algo más que un periodista. Sus artículos eran bellísimos, pero sus entrevistas eran insuperables. Aparecían los domingos en La Vanguardia y eran un prodigio de claridad y desnudez. Porque, Ruano, desnudaba paciente y lentamente a sus entrevistados y al finalizar la lectura parecía como si les conocieses de toda la vida.
Posteriormente supe que había sido corresponsal en Berlín por los años treinta y que había conocido personalmente al dictador alemán. Su vida en París, su arresto por parte de la Gestapo y su confinamiento en 1942 en la cárcel de Cherhe-Midi, aumentó mi admiración por el poeta. Moriría poco después en el 63.
Pero regresando de la disgresión y volviendo a nuestro tema, fue, precisamente González Ruano quién “inventó” el chiringuito. Vivió durante parte de los años 50 en Sitges, en el número 23 de la calle Mayor, era un enamorado de la noches sitgetanas que consumía entre charlas, alcohol y pitillos; bien entrada la mañana se sentaba en un establecimiento del paseo, cara al Mediterráneo y allí degustaba algunos frutos de mar que se abrían paso entre sus disipados intestinos. El negocio disponía de una simple barra y media docena de mesas, Ruano lo rebautizó.
Puede decirse que este establecimiento de La Blanca Subur (supuesta localidad romana que algunos sitúan en lo que hoy es Sitges) fue la madre de todos los chiringuitos
Puede decirse que este establecimiento de La Blanca Subur (supuesta localidad romana que algunos sitúan en lo que hoy es Sitges) fue la madre de todos los chiringuitos; éste fue el primero y un mural, en su parte posterior – la que da al paseo – nos lo recuerda, junto a la participación de Ruano y la supuesta acepción cubana del nombre.
La verdad es que, la nomenclatura “inventada” por el madrileño errante, ha recibido una universal aceptación y en cualquier parte de la Europa turística, sobre todo los países mediterráneo, todo el mundo conoce su significado.
Por mi parte, siguiendo el canon de admiración por el autor de “César o nada”, sigo siendo fiel a los chiringuitos playeros.
Solamente dos veces decayó mi predisposición. La primera fue durante el verano del 70; andaba yo de subdirector en un hotel de Salou. El edificio estaba en primera línea de playa, los clientes sólo tenían que atravesar una terraza para llegar a la arena; a unos metros de la zona del hotel, había un chiringuito de los que catalogo como típicos. Como reclamo publicitario tenían un monito – creo recordar que era un tití – que sujeto de una cuerda se pasaba el día haciendo monadas – como era su obligación – algunos niños se acercaban y, en ocasiones, el bicho les enseñaba sus afilados colmillos y de ahí no pasaba la cosa.
Muchos de los clientes del complejo eran ingleses; un matrimonio de mediana edad pasaba las vacaciones en compañía de un travieso niño de nueve años que jugaba, siempre desnudo, por la playa. El pequeño británico tenía una verdadera obsesión por el primate y se acercaba todo lo que podía al cautivo y, parece ser, que éste tenía la misma fijación por cierta prominencia del pequeño. El caso es que, una mañana, el mono consiguió su propósito y mordió salvajemente a la criatura en salva sea la parte. Por fortuna y aunque el estropicio fue considerable, el médico de Salou pudo salvar el futuro del pequeño inglés.
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Nunca una cerveza costó tantas neuronas como con la conjunción alcohol, calor y Dan
La guardia civil, alertada por mi llamada, se personó a los pocos minutos; clausuraron el chiringuito y se llevaron al mono de marras. A los tres o cuatro días se reabrió el establecimiento, del agresor nunca más se supo y el pequeño negocio, maldito por el suceso, no se recuperó del percance.
Pasarían treinta años para llegar a la otra ocasión en que dejé de frecuentar esos garitos de playa, fue recientemente, creo recordar que en el 2000, cuando un tal Georges Dan popularizó una canción que fue el “bodrio del verano”, su título: “El chiringuito”. En todos los lugares, sonaba profusa y machaconamente el odiado estribillo. Nunca una cerveza costó tantas neuronas como con la conjunción alcohol, calor y Dan. Confieso haber deseado en más de una ocasión, la reaparición salvadora de la benemérita y el consiguiente arresto del “violador de la trompa de Eustaquio”.
El verano siguiente, dormitando la terrible melodía en los CD que nunca vuelven a ponerse, (hasta que algún productor televisivo, nostálgico y nada imaginativo, los rescata del baúl de los recuerdos), regresé a la sombra protectora y refrescante de los chiringuitos.
Ruego a mis lectoras y lectores disculpen el pueril contenido de mi artículo de hoy. Como anunciaba al principio, los retiros playeros, invitan más a imitar las salidas nocturnas de Ruano, que a pensar en un tema profundo. No obstante, no me negaran que es un escrito refrescante, mucho más nuestro y con menos artificio que la America’n Cup de marras, ¿una cervecita?