Estos preceptos, desarrollados conjuntamente con la CFI (Corporación Financiera Internacional), parte del Banco Mundial, establecen los criterios y directrices para valorar, gestionar y reducir el impacto medioambiental y social que puede conllevar el desarrollo de determinados proyectos, sobre todo en mercados emergentes. Después de un periodo de implementación de tres años, sus pautas y metodología han sido revisadas, y el pasado mes de julio entraban en vigor los nuevos Principios de Ecuador.
Hasta el momento, éstos se circunscribían a proyectos con una inversión superior a los 50 millones de dólares, un umbral que a partir de ahora se rebaja a los 10 millones. Los bancos que se han adherido a los Principios se comprometen a aplicarlos de manera global a todos los sectores industriales, aunque se establecen tres categorías con distintos grados de exigencia en el análisis y el seguimiento, en función de la tipología, localización, sensibilidad y escala del proyecto, y de la naturaleza y magnitud de su riesgo de impacto.
Una vez aprobada la concesión del crédito, las entidades realizan un seguimiento para certificar que, efectivamente, esos proyectos se llevan a cabo de acuerdo con los criterios resultantes de la evaluación ambiental y social; su incumplimiento, dada la naturaleza contractual de los mismos, puede suponer una resolución anticipada de la operación.
Para ajustarse a los Principios de Ecuador, el solicitante de los fondos debe demostrar al banco que su proyecto no sólo cumple las leyes del país anfitrión, sino que se adapta a los estándares de sostenibilidad establecidos por el Banco Mundial, que abarcan desde la protección de la seguridad y salud humana, las condiciones laborales, los bienes culturales y la biodiversidad, hasta la participación y consulta con las partes interesadas, el control y prevención de la contaminación, la gestión de sustancias peligrosas, los impactos socioeconómicos y en comunidades indígenas, o los usos del suelo.
La aplicación de estos Principios se ha traducido en una mejora de la transparencia y responsabilidad pública en las operaciones de financiación, un aumento de las expectativas de los accionistas a la hora de analizar los proyectos y un fortalecimiento de las políticas medioambientales y sociales para controlar los riesgos no financieros de esas iniciativas. No cabe duda de que todos estos estándares ejercen una fuerte presión sobre las empresas ya que, si no los cumplen, se incrementa su tasa de riesgo y ello encarece el crédito o incluso lo puede rechazar. De este modo, indirectamente, las entidades financieras se convierten en impulsores de un desarrollo sostenible.
Cuarenta bancos internacionales, responsables de buena parte de los créditos para proyectos de inversión concedidos en el mundo, se rigen ya por estas pautas. Una cifra que da idea de la magnitud del compromiso que implica y del impacto que su puesta en práctica, puede tener en las políticas y en la actuación real del sector financiero y, por extensión, sobre la adopción de buenas prácticas de sostenibilidad por empresas de cualquier sector.