En el preámbulo de uno de los documentos más luminosos de nuestro tiempo, la Constitución de la Unesco, que se creó en Londres en 1945, se dice que “una paz fundada exclusivamente en acuerdos políticos y económicos entre gobiernos no podría obtener el apoyo unánime, sincero y perdurable de los pueblos, y, por consiguiente, esta paz debe basarse en la solidaridad intelectual y moral de la humanidad”.

Hasta ahora la gente nunca ha figurado en el estrado. Hemos sido súbditos, plantando en surcos ajenos, luchando por causas con frecuencia opuestas a las nuestras. Ahora ha llegado el momento de participar, de ser tenidos en cuenta, de ser ciudadanos plenos. Ha llegado el momento de la solidaridad impulsada y ejercida por la sociedad civil sobre la base de la fraternidad que proclama el artículo primero de la Declaración Universal de los derechos humanos: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”.

Para alzar la voz debida, para participar, para contribuir al establecimiento de democracias genuinas, es imprescindible una educación que nos confiera actitudes y comportamientos cotidianos de entendimiento, de escucha, de amor. Educación como “soberanía personal”. Educación que arrumbe para siempre el perverso adagio “si quieres la paz, prepara la guerra” y promueva en su lugar la construcción de la paz.

Al haber sustituido todos los pueblos por unos cuantos, la democracia internacional por una plutocracia, los principios morales por el mercado, el mundo está experimentando aquella genial advertencia de Antonio Machado: “Es de necio confundir valor y precio”. Ante las promesas incumplidas, quienes ya no esperaban pero todavía aguardaban manos tendidas en lugar de alzadas, al verse marginados, engañados, siguieron con frecuencia un proceso caracterizado por la frustración progresiva, la radicalización, la animadversión, el rencor…, desembocando en estos caldos de cultivo, en flujos emigratorios de desesperados, cuando no en manifestaciones de violencia y agresividad.

La sociedad civil tiene ahora, con la nueva tecnología de la comunicación, además de un innegable papel protagonista en la ayuda solidaria, la posibilidad no sólo de hacerse oír, sino de hacerse escuchar. Para que se cumplan los Objetivos del Milenio, para que se erradique la pobreza, para que podamos conciliar el sueño sin pensar en nuestros hermanos que carecen de los mínimos recursos de subsistencia, para que la voz que debemos a los jóvenes sea voz oída y escuchada. Se acerca el momento en que la gente cuente, el momento de la democracia real. El siglo XXI puede ser, por fin, el siglo de la gente. De nosotros. De todos.

En el siglo de la gente, la palabra “indiscutible” dejará de existir. La solidaridad dará alas a tantos ciudadanos que, poco a poco, habían desaprendido a volar alto y firme por la palabra, por el pensamiento, característica distintiva de la especie humana. “Es por la fraternidad como se salva la libertad”, escribió Victor Hugo hace varios siglos. Es por este sentimiento de fraternidad que pasaremos de individuos a personas, a ciudadanos capaces de persuadir a todos los demás de que el conocimiento de la realidad, la anticipación, la evolución de las normas y criterios, son ingredientes fundamentales para encaminarnos hacia otros puertos y enderezar las tendencias actuales. Para la transición desde una cultura de fuerza a una cultura de diálogo y de paz, desde la inercia e inmovilismo que pueden provocar la ruptura y la revolución del trastocado panorama actual al que soñamos para nuestros descendientes, es necesaria una tregua.

“La voluntad del pueblo es la base de la autoridad del poder público” (artículo 21 de la Declaración Universal). Es, pues, la gente la que debe, en último término, decidir en qué debe invertirse, cuáles deben ser las prioridades de la nueva gobernación. Las prioridades deben establecerse teniendo en cuenta, en primer lugar, a las víctimas: a las víctimas de la insolidaridad, que mueren por miles de hambre cada día; a las víctimas del terror y la violencia; a los efectos de enfermedades todavía incurables; a los atemorizados; a los niños víctimas de un sistema tan injusto que les convierte en soldados al inicio de su adolescencia o les impulsa a la marginación. Éstas son las prioridades, lo quiera o no reconocer la inmensa maquinaria bélica y quienes la controlan. Sesenta años después de Hiroshima, existen más de 10.000 cabezas nucleares. ¿Cómo puede vivirse y disfrutar de esta radical realidad de la existencia con una amenaza de esta índole? Éstas son las prioridades de la inmensa mayoría que ha vivido secularmente aceptando los designios de los poderosos. Es necesario transitar ahora desde la uniformidad excluyente a la diversidad que incluye. Del unilateralismo al multilateralismo, al pluralismo participativo. De la historia del poder a la historia de la gente.