Es una historia sin soledades, ni oscuridades, sin puertas y ventanas cerradas, sin casas vacías, sin escasez de alimentos, sin rumores…

Es verdad que había que estar en los hogares, es verdad que unos pocos morían y otros muchos enfermaban, pero muchos más no lo hacían. Y, otros pocos, denodadamente, los curaban y otros los protegían, y varios limpiaban, y suministraban, y conducían… pero la gente estaba tranquila.

Salían a los balcones una vez al día y miraban por las ventanas muchas veces. Comprobaban que todo estaba en calma, que no había oscuridad en el cielo, que se oía el canto de los pájaros, que la gente comía, descansaba, cantaba, también reía.

Cierto es que habían cambiado las rutinas, y que el mundo en toda su extensión, lo padecía, pero la tierra seguía dando frutos y había pan y comida y lluvia necesaria y silencio detenido, y no había guerras fratricidas, porque los sentimientos no se apagaban y la gente se hizo más sencilla, y entendió que todos los excesos necesitan una tregua, que los elementos también son vida.

Entonces, no importó la noche, ni la pandemia, ni el vacío de no abrazarse, porque en un susurro, despacio, todo volvería, pero no a ser como antes, si no con mucha más armonía.

 

Alberto Morate es miembro de la Academia Norteamericana de Literatura Moderna Internacional