Ante esta realidad y buscando abrir alternativas, durante el 2015 ejercitamos una metodología para poder comprender el potencial productivo que existe en zonas cercanas a los mercados locales de la ciudad de La Paz y dimensionar su presencia en nuestros hábitos alimentarios influidos por la comida industrializada que llega por la vía de la importación o el contrabando y que inunda de publicidades los medios de comunicación, quienes a su vez destinan un tiempo de pantalla casi imperceptible a la producción agropecuaria en manos de familias campesinas que trabajan a riesgo propio.
La metodología consistió en llevar a vecinos urbanos a visitar los cultivos de las comunidades periurbanas y rurales que participan en el proyecto de fortalecimiento de mercados agrarios urbanos del CIDES UMSA en convenio con la Universidad Politécnica de Madrid, que tenía entre otros objetivos el de acortar la cadena de comercialización entre el productor y el consumidor.
La iniciativa nació durante un recorrido de diagnóstico que se hizo a las comunidades de Chicani y Chinchaya una mañana de diciembre de 2014, cuando tres familias abrieron sus puertas para mostrar con mucho orgullo sus carpas solares, sus policultivos de flores, verduras y papa así como sus gallinas, patos, pavos y conejos. Ellas querían ser parte de los mercados agrarios urbanos que exigían producción ecológica y con esa sencilla invitación buscaban afanosamente demostrar cuán ecológicos son sus sistemas agrícolas actuales. La visita estuvo llena de aprendizajes en tres horas de recorrido escuchando las historias llenas de lucha con triunfos y derrotas de una economía campesina diversificada por la necesidad de tener ingresos múltiples, ya que por más amor que se tenga a la tierra, la venta de los productos cultivados no alcanza para cubrir todos los gastos de la familia, algo difícil de creer observando semejante prodigio de la naturaleza todavía colorido y próspero a pesar de los desastres climáticos, pero que encuentra explicación en los bajos precios que les pagamos en la ciudad.
Esta situación nada desconocida pero siempre olvidada, nos hizo ver la necesidad de ayudar a que la gente de la ciudad recuerde quiénes producen la comida y cómo lo hacen, los primeros participantes fueron vecinos de Miraflores y Achachicala que nos ayudaron a alcanzar el éxito esperado. Las primeras convocatorias fueron tímidas y exploratorias solo para conocer la reacción de la gente, su curiosidad, sus dudas y sus principales motivaciones. Entre los resultados sorpresivos tuvimos la cantidad de compras que hicieron en cada visita que terminaba siendo como una feria a la inversa ya que los visitantes emocionados con la naturaleza, los animalitos y los aromas frescos de la ruralidad, querían llevarse hasta las semillas, incluso cosechando personalmente con la guía de las anfitrionas. De esta forma poco a poco la actividad fue cobrando el legítimo nombre de agroturismo que es la combinación entre turismo y agricultura que también se suele denominar agroecoturismo para alcanzar el sentido complementario con la agroecología.
En este nuevo año y habiendo acabado la experiencia universitaria, las señoras de ambas comunidades desean continuar con el emprendimiento de manera sostenible por cuenta propia incursionando en capacitación turística, clasificación de los componentes apreciables que posee su región y confección de una oferta que conquiste a la ciudad que se encuentra tan cerca y tan lejos al mismo tiempo.
Todos hemos sido turistas alguna vez y podemos serlo de distintas formas, sobre todo utilizando el turismo como una herramienta didáctica para entender la crisis climática que no queremos creer que es culpa nuestra, los vínculos rotos, los territorios perdidos, las especies atropelladas, los ecosistemas sometidos, las voces no escuchadas, las últimas huellas de las que antes se llamaban nieves eternas, los paisajes forzados del avance de la urbanización que sepulta los cultivos, las formas de vida ilegalizadas por la individualización y la propiedad privada, los extraños mecanismos de ayudas mutuas para trabajar en el campo que hacen realidad obras imposibles de pagar a la manera convencional porque funcionan con retribuciones asociativas contrapuestas a cualquier lógica neoliberal bajo el nombre de ayni.
El turismo nos da la oportunidad de descubrir todo aquello que consideramos lo otro, el otro y la otra, inclusive todo lo que negamos permanentemente y que sin embargo circula dentro de nuestros propios cuerpos. Por eso habilitemos un domingo para salir de la casa a conocer la agrovida que rodea a nuestra ciudad y dejémonos guiar por las pequeñas sendas de las casas humildes pero profundamente orgullosas llenas de niños y surcos donde podremos meter las manos y sacar racimos de papas rosadas, recoger locotos multicolores, nabos, rabanitos, acelgas, espinacas, papricas, lechugas, avena, choclo, habas, coliflores, vainitas y achogchas enredadas entre pepinos y cilandros que se ofrecen irresistibles de la mano de sus productoras, mujeres fuertes que le cambian el color las faldas de los cerros tres veces al año, de café a rojo, a violeta y amarillo. La esperanza de ellas junto a sus maridos e hijos es conmovernos lo suficiente para convertirnos en sus cómplices y que nos unamos para enfrentar la batalla por preservar los sistemas vitales que nos circundan y que avasallamos sin clemencia. Allá nos esperan cada domingo nuestras caseritas, acudamos a su llamado que es un deleite colmado de aprendizajes rumbo a la construcción de un movimiento alimentario auténticamente político ciudadano con propuesta propia, inclusiva y soberana.
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