Si bien la agresión de Rusia en Ucrania tendrá enormes consecuencias para la seguridad alimentaria mundial, incluso a través de un aumento de los precios mundiales de los alimentos, el contexto alimentario preexistente empeorará claramente las repercusiones de este conflicto. Incluso antes de esta guerra, la inseguridad alimentaria en el mundo aumentaba por sexto año consecutivo: en 2020, 2.400 millones de personas la sufrían, ya sea en Europa (10% de la población afectada) o en otros lugares.

Esta guerra llega en un momento en el que la pandemia de Covid 19 ha sumido a miles de millones de personas en una gran inseguridad económica, sin que haya ayudas realmente efectivas para paliarla. Por último, el mundo llevaba ya dos años enfrentándose a una crisis de precios de los alimentos, con consecuencias concretas en muchos países. A nivel internacional, los precios de los alimentos ya habían subido más de un 30% entre enero y diciembre de 2021. La ONU ya había dado la voz de alarma sobre el riesgo de una crisis alimentaria mundial en 2022, incluso antes del estallido de las hostilidades rusas. Esta situación ha hecho que las poblaciones sean especialmente vulnerables a nuevos choques (económicos, climáticos o relacionados con los conflictos).

Es esencial tener en cuenta este contexto si queremos abordar adecuadamente las repercusiones agrícolas y alimentarias de la invasión rusa de Ucrania. Es probable que esta guerra tenga consecuencias dramáticas, ya que está anclada en una situación alimentaria mundial especialmente deteriorada.

Aunque sólo nos quedan unos meses antes de que esta crisis alimentaria revele toda su magnitud, no debemos limitar el riesgo de hambruna al temor a la escasez en los mercados internacionales, vinculada a las consecuencias de la guerra en Ucrania. La emergencia a corto plazo está relacionada sobre todo con la subida de los precios en los mercados internacionales, lo que hace que ciertos alimentos sean inaccesibles para los más pobres.

Asimismo, ante esta situación de emergencia, sería simplista pensar que lo único que se necesita para calmar la subida de los precios es producir más. En primer lugar, porque la correlación entre la disponibilidad física y la accesibilidad económica de los alimentos no es lineal y, en segundo lugar, porque la producción agrícola en los países del Norte es ya muy intensiva (el margen de maniobra para producir más es, por tanto, extremadamente pequeño). En segundo lugar, hay que recordar que la producción destinada directamente al consumo humano es actualmente minoritaria en Europa: el 63% de las tierras cultivables se destinan a la alimentación animal (excluyendo los pastos permanentes) y el 5% a cultivos de cereales para agrocombustibles.

Antes de lanzarse de cabeza a la producción en Europa, convendría pensar en regular los precios agrícolas y alimentarios, movilizar y distribuir equitativamente las existencias de cereales y reorientar el cultivo de las grandes explotaciones para alimentar la ganadería industrial y suministrar agrocombustibles hacia el consumo humano.

Después de tres crisis mundiales de los precios de los alimentos en menos de 13 años, también es urgente cuestionar las razones de la dependencia de ciertos países de los cereales importados (26 países dependen del trigo ucraniano y ruso para más del 50% de su abastecimiento alimentario), y por tanto revisar las políticas comerciales y de ayuda al desarrollo aplicadas hasta ahora, que no han evitado las crisis ni han permitido a estos países alcanzar una mayor autonomía alimentaria.

Por último, las ambiciones medioambientales no son un obstáculo para la resiliencia y la soberanía alimentarias, sino que son una de sus condiciones, tanto en el Norte como en el Sur. En efecto, una agricultura diversificada e independiente de los recursos sufrirá mucho menos los embates económicos, geopolíticos y climáticos que una agricultura especializada y dependiente de insumos extranjeros, a menudo derivados de recursos no renovables. Así, la producción local, anclada en su territorio, contribuirá más a garantizar la soberanía alimentaria nacional que la producción orientada a la exportación. Por ello, para ser más resiliente, es urgente sacar a la agricultura de los dogmas de la globalización, de su dependencia de los combustibles fósiles y de las prácticas que degradan los recursos de los que depende (erosión del suelo y gestión intensiva del agua, en particular).

Hay que aprender las lecciones de esta crisis y de las anteriores proporcionando apoyo financiero a los agricultores y a las poblaciones para limitar los choques económicos (medidas a corto plazo) y para construir sistemas alimentarios más justos y territoriales para evitar futuros choques (medidas a largo plazo). La vinculación de las medidas de emergencia con las medidas a medio plazo es esencial para no perjudicar los medios de vida del mañana.

La paz, la transición ecológica, la resiliencia económica y la soberanía alimentaria de todos los pueblos nos muestran un camino común, que es el de la transición agroecológica.