En España se ha producido una auténtica revolución en el plazo de tres décadas. Hemos sido capaces de crear un espacio de desarrollo de gran estabilidad institucional y económica, una sociedad con calidad de vida y bienestar, territorialmente vertebrada, secularizada y con acceso generalizado a la educación, dotada de un potente tejido civil, competitiva y con un valioso capital humano.
Los barómetros del Real Instituto Elcano insisten en identificar como valores propios de nuestra sociedad el igualitarismo y la tolerancia, que, en el piano internacional, se traducen en la promoción de un orden multipolar, la defensa de la legalidad internacional, el empleo del dialogo como instrumento de solución de los problemas y la solidaridad a través de la cooperación. Quizá por ello tenemos una buena capacidad de atracción. Para contribuir a desterrar algunos mitos, valga indicar que España es el tercer país del mundo que recibe el mayor numero de estudiantes universitarios de Estados Unidos que cursan un año en el exterior, por detrás del Reino Unido y, a poca distancia y acortándose, de Italia. Según encuestas muy fiables, España es el primer país al que emigrarían los europeos para ir a trabajar, insisto, para trabajar y no para divertirse. Somos el segundo país que más jóvenes Erasmus recibe de toda Europa.
Hay que decir, sin embargo, que nuestra imagen en el exterior tiene algún problema. Para nuestras empresas se produce en ocasiones el dilema de que resulta mejor no aprovecharse de la visibilidad que proporciona la marca-país con tal de no verse asociadas con productos tradicionales, poco elaborados o de bajo precio. De modo que se produce el circulo vicioso según el cual la debilidad de la marca-país impide una mejor penetración de las marcas españolas, en tanto que la falta de identificación nacional de uno de nuestros mejores agentes en el exterior, como son las empresas, es a su vez una barrera para la mejora de la marca-país. Esto no empaña la afirmación inicial. España ha experimentado una transformación radical que nos permite y aun nos obliga a estar en todas partes. El dilema es que nuestra puesta al día ha coincidido con los grandes cambios en el mundo producto de la globalización.
Se constituyen nuevos escenarios geopolíticos. Del aparente equilibrio de la guerra fría, estamos transitando hacia un orden multipolar que aun no dispone de reglas de funcionamiento claras y en el que se ha visto ya que ninguna potencia, por poderosa que sea, puede resolver por sí sola los problemas del mundo.
Este panorama tiene consecuencias fundamentales para la posición de España en el mundo. En primer lugar, se ha incrementado la importancia estratégica de nuestro país. Hoy estamos en una especie de encrucijada tópica (norte-sur, occidente-Islam, Europa-América) en la que se juega gran parte de la partida estratégica global, como la lucha por los recursos energéticos, la gestión de los flujos migratorios o el terrorismo transnacional. Se ha generado una nueva centralidad para el espacio estratégico español que nos ofrece muchas oportunidades, aunque también supone vulnerabilidades y mayores desafíos.
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Pero, en segundo lugar, la globalización ofrece una ventana de oportunidad especialmente atractiva para las potencias medias como España. Se trata de naciones con relativa importancia en cuanto a dimensiones, recursos materiales y estabilidad política, pero que quieren asumir responsabilidades y, por tanto, ejercer influencia sobre las relaciones internacionales. Por demografía, desarrollo económico, social y cultural y presencia en el exterior, España esta situada entre los 10-15 Estados más influyentes del mundo.
La cuestión es que España, potencia intermedia, tiene ahora que afirmarse como potencia media de alcance global. No es posible conformarse con la convergencia alcanzada, que nos sitúa en Europa, es decir, en la región. He aquí la gran paradoja: para contrarrestar nuestras limitaciones regionales, estamos obligados a mantener ambiciones globales. Esta es la difícil encrucijada con la que nos encontramos hoy. Hay que fijar unos objetivos internos que nos identifiquen como país, que van desde la educación, la competitividad y la innovación hasta el modelo de integración de inmigrantes o la mezcla energética. Y combinarlos con unos objetivos externos fundamentados en el liderazgo creativo, la presencia en zonas estratégicas, la atención a los temas sensibles. Esto es lo que se conoce como estrategia-país, para cuya elaboración, por cierto, ya estamos maduros.
Nuestra acción debe desarrollarse en un escenario múltiple. Somos Europa, y de tal modo que Europa no es un proyecto de política exterior, sino el mismo proyecto de futuro español. Pero también hemos de ser actores en zonas geopolíticas donde se juega la partida estratégica de las relaciones internacionales y donde radica la mayoría de nuestros problemas: Mediterráneo y África. Por otra parte, Espacia debe primar su vocación atlántica permanente, con doble referencia: América Latina y EE UU, procurando espacios de acción común. Asia-Pacífico es, finalmente, la región del globo que define buena parte de la competitividad, pero también un foco principal de la política exterior globalizada.
En nuestra estrategia prospectiva debe tener un asiento significado el Llamado poder blando, que es el modo que tienen las potencias medias de alcance global para ejercer mayor influencia. Todo pasa porque seamos capaces de generar respuestas de alcance universal para problemas vinculados a la globalización frente a los que estamos especialmente expuestos: el abastecimiento y la dependencia energética y el cambio climático, los flujos migratorios, el terrorismo transnacional y la intolerancia. En segundo lugar, también deberíamos ser capaces de ayudar a definir con nuestra experiencia modelos de convivencia basados en la pluralidad territorial interna o en la diversidad derivada de la inmigración, o un modelo de vigencia del Estado de Derecho y de las libertades frente al desafió terrorista, o un modelo de crecimiento sostenible respetuoso con el medio ambiente o, incluso, un modelo de crecimiento económico. Y todo ello contando con los espacios privilegiados del poder blando: la cultura y, sobre todo, la lengua, que es nuestro principal activo. Así lo avalan 400 millones de hispanohablantes en Latinoamérica y 40 millones en EE UU. Según algunos expertos, el valor económico del español alcanza al 15% del PIB.
Una cuestión final y una llamada de atención. La globalización ha tenido un profundo impacto sobre la acción exterior. Proliferan los actores no estrictamente estatales: empresas, ONG, medios de comunicación, universidades, y ya no hay frontera perceptible entre políticas internas y política exterior, porque todo cuanto se plantea dentro de casa condiciona las relaciones internacionales. Esto exige por parte de la Administración una adaptación exigente para promover la acción general concertada de todos los agentes de las relaciones internacionales y, al tiempo, poner en marcha las técnicas propias de los nuevos esquemas de la diplomacia publica.
Por ultimo, una estrategia-país dinámica y ambiciosa, que supone en buena parte redefinir el papel del Estado, exige una base común sobre la que construir las líneas magistrales de la política exterior. Caben todas las opciones, pero es necesaria una base de entendimiento, quizá más social, aunque también política, que actué como plataforma de un proyecto nacional para los próximos veinte anos. Por cierto, en España hemos tenido durante las pasadas décadas esas plataformas: transición políticaa, cambio social, ruptura del aislamiento, bienestar económico, convergencia europea… Siempre han funcionado bien. ¿Por que no iban a hacerlo ahora?