Ha llegado el momento de aplicar el acervo del conocimiento disponible para encarar los desafíos de la naturaleza enfurecida.

Hay que sobreponerse a la apatía, al temor. Dice así el primer párrafo del Preámbulo de la Declaración Universal: “Considerando que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana; considerando… que se ha proclamado, como aspiración más elevada del hombre, el advenimiento de un mundo en el que los seres humanos, liberados del miedo y de la miseria, disfruten de la libertad de palabra y de la libertad de creencia…”.

Desde siempre, la existencia humana ha discurrido en espacios muy limitados, territorial y anímicamente, de tal modo que, con la excepción de grandes pensadores capaces de sobrevolar su confinamiento, vivían temerosos de lejanos dioses iracundos e inmisericordes que los amenazaban con el fuego eterno, y de señores más próximos a los que debían obedecer sin rechistar y, cuando así lo decidían, ofrecer sus vidas. Se ha hecho secularmente todo lo posible para que los ciudadanos no pudieran abandonar su condición de vasallos.

La educación se ha limitado siempre –hasta la década de los noventa del siglo pasado- a la alfabetización y formación básica por parte de los países coloniales, y los sistemas autoritarios han propiciado el adoctrinamiento, la dependencia, la pertenencia sin discrepancias. La ignorancia –no hay mayor ignorancia que la del hombre cercado y el “pensamiento secuestrado”, en expresión de Susan George- conduce a la superstición, al pavor al castigo que se merece no sólo por las obras, sino por las omisiones, por la imaginación, por el recuerdo… Y así se genera el fanatismo, el dogmatismo, la obcecación, el acobardamiento.

 

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