Qué empeño ponemos en recoger a nuestros alumnos en un mismo edificio, en agruparlos en una misma aula en función de la edad, en desarrollar un currículo uniforme para todos impuesto por la legislación, en buscar resultados homogéneos en comparación con las evaluaciones de los escolares de otros países desarrollados de nuestro entorno, en opinar que la solución de los problemas del sistema educativo estriba en destinar un determinado porcentaje del PIB a la educación.
La igualdad se convierte en un paradigma de las políticas educativas y se pregona un concepto de calidad basado en la uniformidad. Nos quedamos tan satisfechos si conseguimos que los procesos de enseñanza sean conformes a la norma, si los alumnos salen del centro escolar con una etiqueta ISO.
Nos alejamos más y más de las necesidades de las personas, de lo que demandan las organizaciones, de los aprendizajes significativos; en definitiva, de lo que sirve para vivir y aprovechar las infinitas oportunidades que nos ofrece este mundo, cada vez más global.
Cargamos la jornada escolar de contenidos cada vez más amplios y diversos. Y no llegamos, claro.
Responsabilizamos al docente, incapaz de gestionar todo lo que de él se espera. Y lo desmotivamos.
Desprestigiamos la labor educativa. Y surgen los conflictos.
Legislamos de nuevo. Pero el tren ya no lo coge nadie.
Sólo el más capaz, el más astuto, el que dispone de más medios y relaciones es capaz de “triunfar”.
¿Es ésa la igualdad que perseguimos como meta? Me quedo con la diferencia. Con la construcción de múltiples caminos para que cada niño, desde muy pequeño, investigue, descubra soluciones diferentes de forma cada vez más autónoma, establezca relaciones y construya sus aprendizajes.
Si observamos en qué tipo de acciones formativas invierten las empresas y otras instituciones, veremos que abundan con recurrencia temáticas como éstas: resolución de conflictos, trabajar en equipo, liderazgo, presentaciones eficaces, desarrollo del potencial, competencias, …
Resulta que esa formación la imparten consultores especializados ajenos, normalmente, al sistema educativo. ¿Cómo nos podemos permitir que después de una enseñanza obligatoria universal y cada vez más amplia en el tiempo, que después de unos estudios universitarios, sea tan importante adiestrar a las personas en competencias básicas para desenvolverse en entornos organizacionales?
No, no hace falta una asignatura nueva. Simplemente nos bastaría con ayudar a cada persona desde la niñez a emprender su proyecto de vida, a ser el líder de su futuro.
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No es necesario recurrir a supuestos abstractos o complejos. La vida diaria, los entornos de aprendizaje han de proporcionarnos suficientes situaciones para desarrollar las inteligencias, aptitudes, destrezas, hábitos y actitudes que nos harán sentir mejor con nosotros mismos y con los demás.
No, no está en los libros de texto:
> El conocimiento ajustado de mí mismo.
> La observación de todo lo que tengo a mi alcance.
> La generación de proyectos.
> Mis estrategias de aprendizaje.
> Cómo he de trabajar en equipo.
> Cómo me relaciono con los demás.
> Hay distintas soluciones eficaces para un mismo problema.
> Cómo presento los resultados.
> Cómo valoro mi trabajo y x cómo lo valoran los demás.
> El disfrute de la tarea acabada.
> ¿Cómo puedo mejorar?.
En el Forum Global de la Sociedad de Aprendizaje Organizativo celebrado en Helsinki (2003) les preguntaron a unos estudiantes hasta qué punto creían que les estaban preparando en sus centros educativos para la vida en esta era global. Courtney, de 14 años, afirmó “los alumnos necesitamos conocer cuáles son los grandes conceptos de cómo funciona la vida, lo que nos estimulará a aprender y a disfrutar más de las clases. Soy una alumna quemada por el estrés y los pequeños detalles de mis clases, y en ningún sitio prestan atención a lo que está pasando en el mundo”.
Parafraseando a la Dra. Joyce Swarzman, podríamos afirmar “cada alumno se merece al maestro más emprendedor”.