¿Quién gobierna la globalización? Ante este fenómeno imparable de dimensión mundial, nos preguntamos cuál es el rumbo, quién conduce el proceso y si disponemos de un sistema de control.

La reducción del tiempo y coste del transporte y de las comunicaciones, junto a la eliminación progresiva de barreras a la libre circulación de bienes, capitales y personas han propiciado el fenómeno que llamamos globalización. Es una tendencia que se desarrolla sobre la economía de libre mercado, que presenta efectos positivos, negativos y no pocas ambigüedades y riesgos.

¿Quién manda en este maremágnum de intereses y fuerzas? ¿Qué lugar ocupan los pobres en este proceso de globalización? Mundialización, aldea global y otras expresiones se refieren a una comprensión positiva del fenómeno de la globalización. Pero algo está fallando cuando los datos anuales del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) revelan que la desigualdad no cesa.

En la década de los noventa, recursos, riqueza e ingresos se han concentrado en manos de un puñado de personas, empresas y países. Según el informe del PNUD (1999), la fortuna de las tres personas más ricas del mundo supera el producto nacional bruto total de los 48 países menos avanzados, que cuentan con 600 millones de habitantes.

La desigualdad no es algo nuevo, pero sí lo es el hecho de que la “nueva economía” implique el crecimiento de la desigualdad a un ritmo jamás alcanzado hasta ahora. De las mayores fortunas y riquezas, 49 son Estados soberanos y 51 son compañías privadas. En este mundo globalizado, 800 millones de personas padecen hambre. Hay 2.200 millones de personas que no disponen de atención sanitaria. 3.000 millones de personas disponen de menos de 2 dólares al día y 250 millones de niños entre 5 y 14 años han de trabajar para sobrevivir.

Cuando se habla de globalización no todos entienden lo mismo. Es diferente percepción según se trate de Organizaciones Internacionales, Estados, grupos financieros, tecnológicos y mediáticos, potencias regionales (EEUU y UE), mafias, multinacionales, ideólogos, o sociedad civil. Hay acuerdo en que la globalización ha de ser una tendencia mundial a la interrelación e integración más estrecha de los países y pueblos del mundo.

En la década de los años 90, la liberalización financiera de las nuevas economías se produjo con mucha rapidez y poca prudencia. Los riesgos se vieron tarde y con duros ciclos de crisis: México (1994), Sudeste Asiático y Corea (1997), Rusia (1998), Brasil (1999), Turquía (2000) y Argentina en 2002. Se puso en marcha lo que Jérôme Sgard denomina “la economía del pánico” donde quedaron paralizadas no solo las instituciones públicas nacionales, sino también los organismos multilaterales.

Para Thérèse Delpech, especialista en cuestiones nucleares y de seguridad internacional “La globalización ha posibilitado la conexión entre distintos lugares del planeta, pero también ha restringido la capacidad de regulación de los Estados. Ahora esparcir armas es tan sencillo como diseminar información. Y de ello esta surgiendo una “política del caos”.

El mundo se ha tornado más imprevisible, más violento. La vulnerabilidad es universal. Para el sociólogo alemán Ulrich Beck, estamos en una sociedad del riesgo donde acechan peligros que no se pueden cuantificar, ni controlar ni determinar. Además no pueden atribuirse a nadie en concreto y esto produce una situación de irresponsabilidad organizada. Hasta hace dos décadas, la cuestión era el bienestar social y su reparto, ahora lo que más preocupa son las amenazas y los conflictos sociales. “La omnipotencia del peligro ha eliminado las zonas protegidas y las diferencias de la sociedad moderna. La convivencia cotidiana con el miedo y la inseguridad se han convertido en una clave de la civilización”, asegura el sociólogo alemán.

Si hay algún camino para hacer frente a nuestra pérdida de control y de decisión sobre la vida cotidiana, pasa por paliar la desigualdad. Sólo para pagar los intereses de la deuda, el Sur transfiere al Norte 200.000 millones de dólares anuales. Las desigualdades globales van en aumento y el mundo se ha convertido en un lugar peligrosamente desigual, también para los ricos.

Quizá se trate, como sugiere Ernesto Ottone, de ejercer la osadía de la prudencia, “recorrer el camino arduo pero fructífero de las reformas. Establecer unos principios orientadores que favorezcan el avance de una sociedad donde se abran paso la libertad, la equidad y el funcionamiento democrático”.

Se afirma en un manifiesto del movimiento antiglobalización que “la globalización es el último nombre para referirse a la acumulación de privilegios y riquezas y la democratización de la miseria y la desesperanza”. En contra de esto, y tal como propone Beck, debemos movilizar la “internacional de la esperanza”.