Si hay algo que nos hace particulares a los hispanoamericanos frente al resto del mundo es que después de nuestro nombre van nuestros dos apellidos, tanto el paterno como el materno, costumbre que compartimos con nuestros hermanos portugueses y brasileños aunque invirtiendo el orden y que da a nuestra identidad una elegancia característica.

Sabemos que en su origen, el apellido aparece con la finalidad de distinguir a unas personas de otras cuando llevan el mismo nombre de pila. En la mayoría de los países de Europa en el momento del matrimonio se escoge el apellido familiar que generalmente suele ser el del hombre, excepcionalmente el de la mujer o una combinación de los dos, en el caso de Italia la mujer mantiene su apellido pero los hijos solo reciben uno, tradicionalmente el del padre. En los países de cultura anglosajona como Gran Bretaña, Australia o Estados Unidos, la mujer al casarse toma el apellido de su esposo perdiendo el suyo. En Japón el apellido antecede al nombre y se da por hecho que cuando la mujer se casa pierde su apellido y en China las mujeres mantienen su apellido de soltera eligiendo entre ambos progenitores el de los hijos; por su puesto, esto es la generalidad habiendo múltiples excepciones.

En casi todas las culturas se adoptó un segundo nombre de origen patronímico para distinguir a dos personas cuando llevan el mismo nombre de pila, este consistía en utilizar el nombre del padre junto con un sufijo que significaba “hijo de”, los griegos hacen referencia al nombre de un ancestro añadiendo un sufijo que varía según las regiones, los anglosajones y escandinavos utilizan el sufijo -son (-sen, en danés), y así podemos ver en este sentido los Johnson británicos, los Jensens daneses y los Johanson, noruegos y suecos, los eslavos utilizan para ello el sufijo -vich o –ick; los árabes utilizan el prefijo “ibn” y los judíos “ben”, con el mismo significado “hijo de” delante del nombre del padre.

En la antigua Grecia solo usaban el nombre, utilizando el patronímico solo como aclaratorio (Odiseo hijo de Laertes, Paris hijo de Príamo), y los toponímicos en el mismo sentido (Heráclito de Éfeso, Epicuro de Samos).

Los romanos lo complicaron un poco más elaborando una normativa clara dentro de su reglada sociedad, haciendo una división del nombre en tres, el sistema “tria nomina: praenomen + nomen gentile + cognomen”.

El praenomen, formado por el prefijo “prae” (antes de) y el sustantivo “nomen” (nombre de la familia), al igual que hoy en día iba antes del nomen (apellido), era el único que el “pater familias” podía elegir pero solo para los hijos varones recién nacidos reconocidos por él.

El nomen, compartido por toda la familia es el equivalente a nuestro primer apellido y pasaba de padres a hijos indicando la pertenencia a una “gens” o clan familiar.

El cognomen era un segundo nombre familiar e indicaba la rama concreta a la que se pertenecía dentro de una gens, por ejemplo Caius Iulius Caesar y  el emperador Flavius Iulius Valens pertenecían a la misma gens, la “Iulia”, pero uno pertenecía a la rama de los “Caesarii” y el otro a la de los “Valentes”. En su origen el cognomen era un alias que se adjudicaba por las más diversas razones como un defecto físico, una anécdota o una característica física, por ejemplo Cicero: (garbanzo), Scipio: (bastón), o Caesar: (peludo), pero no contentos con esto a veces añadían un agnomen es decir un apodo alusivo a una circunstancia personal del individuo, el ejemplo más claro es el de Publio Cornelio Escipión, quien tras derrotar a Aníbal en Zama toma el agnomen de Africano.

Las mujeres solo recibían el nombre de la gens a la que pertenecían, esto es el nombre del padre en versión femenina: Agripina (hija de Marco Agripa), si nacía otra niña la primera pasaría a denominarse “Maior” y la segunda “Minor”, si nacieran más se usaban los ordinales: Prima, Secunda, Tercia, etc. En época imperial pasaban a heredar el cognomen paterno y si una mujer había sido hija o nieta de un hombre distinguido, no cambiaba su nomen por el de la gens de su marido al contraer matrimonio, pero si su marido era de un linaje más distinguido podía hacerlo para tener mejor posición social. Por último los esclavos podían conservar su antiguo nombre al ser capturados o pasar a tener el que le otorgaba el dueño, si conseguía la libertad y se convertía en liberto tomaba el praenomen y el nomen de su dueño o el del padre o esposo de su dueña, dejando su antiguo nombre como cognomen.

Tras la caída del Imperio Romano de occidente, este quedó bajo la influencia de las tribus bárbaras que se asentaron en los distintos territorios, en Hispania los Visigodos ya llegaron fuertemente romanizados siendo los menos Bárbaros de todos los Bárbaros, rápidamente abandonan su lengua gótica para adoptar el latín aunque conservaron y popularizaron sus nombres durante la alta edad media. Durante este periodo se va perdiendo la “tria nomina” denominándose cada persona únicamente por el nombre, resaltando que el pueblo hispanorromano continuaba utilizando nombres romanos mientras la elite visigoda usaba los germanos. Poco a poco la población los fue adoptando comenzando a hibridar ambos con gran aceptación de los nombres germanos, esto se debió a que además de ser la clase dirigente sus nombres tenían gran fuerza y resonancia, se componían de dos adjetivos o un adjetivo y un sustantivo juntos, casi siempre con atributos guerreros, de valor, fuerza, astucia o nobleza, por ejemplo, Gundalv está compuesto por “Gund” que significa lucha, pelea o combate y “alv” que significa elfo o espíritu de la naturaleza, así Gundalv significa “el elfo de la Batalla”, con el paso del tiempo derivó a la forma romance “Gundisalvus” significando “dispuesto para la lucha” y de aquí a Gonzalvo, terminando en la forma castellana actual, Gonzalo.

La necesidad de identificar a las personas que llevaban el mismo nombre da lugar a la aparición de los apellidos a finales del siglo IX, los nobles comienzan a firmar con su nombre de pila seguido del nombre de su padre en genitivo latino y de la palabra filius (hijo), pero pronto esta complicada fórmula fue abandonada adoptando en la terminación del nombre paterno el sufijo “ez”, “iz” o “z”, significando “hijo de”, así González es el hijo de Gonzalo o Rodríguez el hijo de Rodrigo, su uso fue extendiéndose gradualmente por el resto de la población. Esta particularidad única entre las lenguas romances (solo compartida por el Portugués cuyo sufijo cambia “ez” por “es”), es curiosa ya que dicha terminación por sí sola no tiene significado, unos opinan que su origen es romano derivado de la terminación “is” propia del genitivo latino, con valor de posesión o pertenencia, pero otra teoría dice que es un préstamo del vascuence extendido por el norte de España desde el reino de Navarra, pero la fórmula es tan sencilla que acabo extendida por toda la península Ibérica con gran éxito y como hemos visto anteriormente la adopción de un sufijo no es exclusiva de nuestra lengua.

El mestizaje entre la tradición romana y la germana hizo que la mujer de la Hispania medieval conservara sus apellidos, consolidándose esta práctica en el Reino de Castilla donde en algunos casos era el propio marido quien se denominaba con los apellidos de la mujer. Todo indica que el uso del apellido materno surgió en el norte de Castilla entre sus clases altas, especialmente los señoríos vascos, pero su uso era particular en algunas partes como Galicia y Extremadura y de esta forma se trasladó posteriormente a América. Otra explicación de doble apellido nos dice que las leyes de Castilla dividían la propiedad tanto paterna como materna en partes iguales entre herederos varones y mujeres, primogénitos y segundones, esto explica la necesidad de conocer la identidad de sus ascendientes, por último Castilla tenía una particularidad más, la nobleza en sus escudos incorporaban las armas paternas y maternas en uno solo,  manteniéndolas en campos diferenciados en contraste con el resto de Europa donde las armas de ambos progenitores estaban separadas en dos escudos.

Entre los siglos XIV y XV los patronímicos comenzaron a trasmitirse sin variación a las generaciones sucesivas, los nobles solían ponerle a los hijos el nombre de un antepasado ilustre, seguido del patronímico que este usó como una prolongación del nombre de pila independientemente de cuál sea el nombre del padre, por ejemplo Diego Hurtado de Mendoza y de la Vega,  Pedro Lasso de Mendoza, Íñigo López de Mendoza y Figueroa, Mencía de Mendoza y Figueroa, Lorenzo Suárez de Mendoza, Pedro González de Mendoza, Juan Hurtado de Mendoza, María de Mendoza, Leonor de la Vega y Mendoza y Pedro Hurtado de Mendoza fueron hijos del célebre Marqués de Santillana don Íñigo López de Mendoza y de Catalina Suárez de Figueroa, como vemos los hijos de un mismo matrimonio alternan los  apellidos paternos y maternos así como los de sus ancestros, todos, eso sí, bajo la rama familiar Mendoza.

Más tarde con la adopción del sistema de Mayorazgo los primogénitos heredaban el apellido paterno mientras que los segundones comienzan a utilizar el apellido de la madre o el toponímico donde habían nacido, el de su residencia o cualquier apellido célebre o bien sonante. En el caso de los Moriscos (musulmanes que quedaron en la península tras la reconquista), la ley les obligaba a cambiar su nombre adaptándolo a la manera cristiana hasta su expulsión en época de Felipe III, fueron transformando sus apellidos en toponímicos haciendo referencia a ciudades o accidentes geográficos como Alcalá, “Al-Qua’ah” (castillo),  Alcántara, “Al-Qantarah” (puente de arcos) o Barrios “Barri” (exterior), otros con los de sus oficios o profesiones como Alguacil, “Alwazír” (ministro), o apellidos de características personales como Albornoz, “Al-Burnus” (prenda de vestir con capucha), Dalí del árabe hispánico “Addalíl” y este a su vez del clásico “Dalid”, (el que guía). Algo similar ocurrió con los Judíos tras su expulsión,  quienes se quedaron en Castilla y Aragón cristianizaron sus nombres y apellidos o adoptaron otros distintos para pasar desapercibidos ante la persecución del Santo Oficio que les acusaba de continuar practicando su antigua religión, perdiéndose de esta manera la mayoría.

Como vemos hasta aquí, no hay una regla que imponga un apellido, cada persona tenia libertad de criterio a la hora de escoger el suyo pudiendo cada cual usar el de un antepasado cualquiera, o combinaciones variadas de los de sus progenitores pero es curioso como la tradición y la costumbre no dejan que la identidad materna se pierda.

A partir del siglo XV la Iglesia también entro a participar en la fijación de los apellidos, fue el Cardenal Cisneros quien en el Sínodo diocesano de Talavera de 1498 impuso que las parroquias de la Archidiócesis de Toledo, crearan registros parroquiales para llevar a cabo un control más efectivo de los feligreses de cara a poder actuar respecto a las necesidades que pudieran surgir, como saber quién es quién con el objetivo de evitar el matrimonio entre parientes ya que este estaba prohibido, la idea fue trasladaba al Concilio de Trento por los teólogos españoles, imponiendo un régimen registral regular de bautismos, matrimonios y defunciones, en este registro solo aparecía el nombre de pila el cual era para toda la vida al ser consagrado por el sacramento del bautismo y la identidad de sus progenitores, la mayoría usaban los apellidos de sus padres mencionados en el registro, fijándolos de esta forma al convertirse el registro en prueba legal.

Todo esto fue trasladado a América junto con el resto de leyes y costumbres castellanas, aquellos que pedían licencias para ir a las Indias tenían que presentar su fe de bautismo, único documento legal que certificaba que habían nacido en alguno de los reinos hispanos, siendo presentados tanto al embarcar como en destino, esto contrastaba con lo que ocurría en la península donde cualquiera podía moverse por los distintos reinos sin documentos. En relación a los indígenas el sistema de registros parroquiales sustituiría su nombre nativo por otro cristiano, conservando el nombre propio original que pasaba a segundo término a guisa de apellido o cambiándolos por apellidos castellanos o patronímicos a elección de los individuos, el sistema que al principio se implanto con dificultades rápidamente tuvo gran éxito entre la población indígena fijando de esta forma sus apellidos.

En el caso de los esclavos estos podían tener los apellidos de sus amos, el suyo indígena o derivaciones de formas africanas y un segundo componente constituido por términos referidos a categorías de: raza, circunstancia de nacimiento, casta o etnia, condición social, lugar de procedencia, hacienda o lugar de residencia, oficio o habilidad y por último, el nombre del amo.

Pero la primera referencia sobre el uso formal del doble apellido aparece por primera vez en 1796 cuando fue aprobado el reglamento regulador del Montepío Militar en España y las Indias, en el que se establecía que la viuda de un militar para solicitar pensión debería hacer constar en el memorial pertinente su nombre y los apellidos paterno y materno, sin usar los del marido. Y así llegamos a mediados del siglo XIX, en donde se comienza a regularizar con distintas leyes en España la utilización de los apellidos, bajo el criterio de que el doble apellido facilitaba la identificación de los individuos, hasta llegar a la Ley de Registro Civil de 17 de junio de 1870 estableciendo que todos los ciudadanos deberían ser inscritos con su nombre, el apellido de ambos padres y de los abuelos paternos y maternos. Esta Ley termina con la libertad individual de adoptar un apellido ya que debían escoger uno que sería desde entonces el de sus descendientes aunque nada decía sobre cómo habían de llamarse las personas, el nombre y apellido, por lo tanto, seguían regulados por la costumbre.

Como vemos aun con esta ley nada se reguló sobre el doble apellido, aunque sí que contribuyó a consolidarlo pues fue el paso definitivo para que estos pasaran del ámbito personal al público, fue en el Código Civil de 1889 cuando se contempla definitivamente el derecho al uso de ambos apellidos de los hijos legítimos así como los procesos a seguir para los hijos naturales y los posteriores reconocimiento de paternidad.

A mediados del siglo XX, una reforma del ordenamiento civil permitió que los hijos de padre desconocido usasen los apellidos de la madre pero alterando el orden de los mismos, con el fin de proteger al individuo ante la sociedad, posteriormente en el año 2000 una nueva legislación con intención de igualar los derechos de la mujer permite a los padres elegir el orden de los apellidos al inscribir al niño, enviando una solicitud al juez encargado del Registro Civil, en caso de no existir consenso, se daba preferencia por defecto al apellido paterno, eso sí, para tener unidad de criterio todos los hijos deben llevar los mismos apellidos mientras sean menores de edad pudiendo cambiarlos a partir de su mayoría de edad. Una nueva legislación en 2005 adaptándose a la modernidad permite a las parejas de personas del mismo sexo elegir el orden de los apellidos de sus hijos, por último en 2017 se terminó con la prioridad del apellido paterno por defecto, tomando los padres llegando los padres a un acuerdo sobre su orden y si este no se produjera en tres días, la decisión la tomará un funcionario del Registro Civil.

En este recorrido histórico por los apellidos hispanos hemos visto cómo han evolucionado desde la antigüedad y como estos se fueron fijando en la población resaltando esa particularidad de no perder el de nuestra madre, ninguna norma escrita hasta finales del siglo XIX obligaba al uso de ambos, pero si resulta curioso que se mantuvieran en el tiempo dando una característica particular a nuestra cultura que ha llegado a nuestros días. A diferencia de otros países a los que erróneamente consideramos más avanzados y donde el apellido materno desaparece del clan familiar, pocas cuestiones nos hacen sentirnos tan orgullosos como identificarnos con nuestros dos apellidos que nos unen con nuestras dos ramas familiares igualándolas, lo que nos dice que socialmente somos mucho más evolucionados convirtiendo a España en un país más igualitario al permitir a la mujer no perder su identidad y los hijos acceder a su origen familiar.