ñAnte todo adelantarles que soy europeísta. Entiendo que uno de los mayores logros de Europa ha sido unirse y tratar de establecer un camino y un futuro común, sin embargo, los últimos acontecimientos a los que estamos sometidos por la vorágine del coranavirus, han puesto muy en cuestión lo de la Europa unida y han descubierto que, a la hora del conflicto serio, el norte muestra con el  sur sus diferencias. Ahora, y a la vista de esos desajustes, queremos preguntarnos la Europa que nos quedará cuando todo esto termine.

Pese  a todas las cargas que unos y otros tenemos que soportar y a toda esta parafernalia de multitud de empleados y representantes públicos que culminan las más de ocho mil personas que integran la nómina del Parlamento Europeo y de los que solo 705 son parlamentarios. Pese a todo, pese a esos euro parlamentarios deseosos de que llegue el viernes para largarse a casa, después de una semana de arduo trabajo – también de vino y de rosas – y que podrían permanecer en sus lugares de residencia en teletrabajo, pese a todo, seguiremos siendo europeístas… si el espíritu de la Unión Europea prevalece.

Es curioso que un virus de mierda, más pesado que sus congéneres y coronado – qué gran metáfora – haya dejado al descubierto ciertas debilidades que creíamos superadas. Los países ricos del norte o del centro, como prefieran, capitaneados por Austria, Alemania o los Países Bajos han demostrado su egoísmo ante las dificultades del sur y nos niegan sus ayudas, sabiéndose más guapos, más ricos y más rubios… – observaran que me callo prudentemente lo de más nazis, porque no sería del todo justo -, sabiéndose más preparados y más a salvo que las tierras mediterráneas.

Estos días he escuchado, hasta la saciedad, que su eficacia germana consigue que el número de fallecidos en esta crisis sea muy inferior al de los países sureños. Tienen más camas libres en las UVI, más medios y sus residencias de ancianos son de superior calidad técnica y residencial, que las de Madrid, Milán o Lisboa. Tal vez tengan razón y que a partir de ahora tengamos que plantearnos una reforma integral de nuestras casas de ancianos, sería una de las cosas más importantes de las que aprender de esta crisis.

Pero también analizar nuestra generosidad de acogida para con todas y todos los jubilados cuyos gobiernos hoy nos niegan ayuda. Esos ciudadanos europeos que no ven el sol ni en pintura, que cierran sus cafés a las siete de la tarde, que se emborrachan con cerveza barata bajo la luz mediterránea y que vienen a curarse de osteoporosis, de presión arterial, de graves problemas de visión y de soledad acompañada. Esos socios comunitarios de piel arrugada con lupus y artritis y para quienes una casa en la costa les sale más barata que una de las lujosas residencias semivacías de su país, y a quienes atendemos en nuestras consultas y en nuestros quirófanos con la misma eficacia y empatía que a uno de nosotros.

Sí amigos, tienen que aprender solidaridad, porque las medidas de la Unión Europea de  millones de euros no son, aunque lo digan, para hacer frente a la crisis sanitaria, lo son para la crisis económica que se avecina y para que bancos, bolsas e inversores estén tranquilos; las coberturas para el desempleo, las mascarillas y los respiradores se los quedan ellos, para salvar – ojalá sean todos – a sus abuelos y poder enviarlos en verano otra vez al sur.

O entienden lo del todos a una, o la Europa que nos quedará después de esto, será una unidad ficticia, amparada tan solo en lo económico y comercial. Y en este caso que cada uno aguante sus velas…