Es, posiblemente, la declaración de intenciones económicas más ambiciosa y con más medios que se ha diseñado en la democracia, un hito sin precedentes por la cantidad de dinero que va a movilizar y también porque se propone abordar transformaciones y desarrollar proyectos de cuyo éxito quizá dependa el futuro de las dos o tres próximas generaciones de españoles.

La coyuntura en la que se aplicarán los proyectos que contempla es muy complicada porque une dos procesos o retos que se entremezclan para mal. Por un lado, la recuperación de las economías tras el shock tremendo que está suponiendo la pandemia y, por otro, el cambio económico y social que se avecina de la mano de una nueva era tecnológica que va a transformar el capitalismo que hasta ahora hemos conocido.

El Gobierno ha preparado un plan de reformas y estrategias durante muchos años pospuestas, como la de la administración pública, la de eficiencia y ahorro energético o la puesta en marcha de un cuarto e imprescindible cuarto pilar del Estado de Bienestar en torno a la economía de los cuidados.

Si se llevan a cabo todas las propuestas del Plan y se consiguen los objetivos que se propone, no me cabe la menor duda de que España será otra muy diferente en pocos años. Pero este reconocimiento (al que, una vez más, no se suma la derecha, incapaz de pensar que los intereses nacionales también los defienden las izquierdas) no puede obviar algunas críticas o consideraciones negativas  sobre el Plan motivadas por lo que hay detrás de sus propuestas, por la forma en que se ha diseñado y porque no contempla, o lo hace insuficientemente, algunos aspectos fundamentales.

La primera tiene que ver con la cuantía de los recursos que se van a movilizar, no solo en España sino en el conjunto de la Unión Europea. Son realmente muy cuantiosos pero insuficientes, como demuestra que el propio Parlamento Europeo solicitara en su día casi tres veces más dinero del que finalmente se ha puesto sobre la mesa para emprender la recuperación de las economías europeas. Basta comparar lo que se ha hecho aquí con lo realizado en Estados Unidos o China para poder aventurar que Europa, una vez más, llega tarde y se queda corta.

En segundo lugar, hay que señalar que sería milagroso que un Plan como el presentado pueda promover, como se pretende, un verdadero cambio de modelo productivo. Es prácticamente imposible que eso ocurra en el marco de una unión monetaria sin el concurso, la coordinación y la complicidad de todas las economías que la integran. Si de verdad se quisiera cambiar el modelo productivo, como en cada país se dice por separado, habría que haber pensado y diseñado los planes “en europeo” buscando las sinergias, las interrelaciones, las complementariedades y los vectores de especialización que armonizaran los esfuerzos de todos los países.

Que cada país haya realizado deprisa y corriendo planes que no saben uno del otro es justo lo contrario de lo que el sentido común indica que se hubiera debido hacer para que toda la economía de la Unión se recupere satisfactoriamente: un plan de recuperación paneuropeo y no una mera agregación de voluntades.

En tercer lugar, es evidente también que lo que ocurra de veras con este Plan en dos o tres años no depende de lo que ahora se haya escrito en un papel sino de qué planteamiento haga la Unión Europea sobre la deuda que se está generando, sobre las reglas de gobernanza económica que se han tenido que suspender por su inutilidad e incluso inconveniencia y, por supuesto, sobre la condicionalidad que finalmente se impongan para ir recibiendo las ayudas y préstamos.

El fundamentalismo ideológico y la torpeza de las autoridades europeas provocaron una segunda recesión tras la crisis de 2007-2008. Veremos ahora si no cometen el mismo tipo de error, impulsando planes muy ambiciosos desde el lado de la oferta productiva para hacerlos saltar más tarde bloqueando la demanda y la capacidad de gasto.

En cuarto lugar, surgen muchas dudas a raíz del tipo de proyectos que conllevan mayor inversión, del procedimiento que se ha seguido para elaborarlos y por la falta de mecanismos que permitan seguir de cerca lo que vaya sucediendo con ellos.

Es cierto que se contemplan estrategias de transformación de largo alcance y muy novedosas en diferentes aspectos del plan pero también lo es que, sobre todo en algunas autonomías, se ha recurrido a revestir proyectos antiguos, incluso en marcha y que ni siquiera responden a los objetivos de transición ecológica, eficiencia económica y cohesión social que se quieren conseguir. O que, por ejemplo, se propongan algunos proyectos de gran capacidad transformadora medioambiental sobre el papel cuando se acaban de aprobar normas que permiten destruir el entorno o generar deshechos con mucha más facilidad y menor coste.

Más en concreto, cuesta creer que el desarrollo del coche eléctrico, la mejora de le eficiencia energética de las viviendas o la reforma de la administración puedan servir realmente como ejes capaces de desencadenar un cambio de modelo productivo.

Es lógico, por otra parte, que las empresas tengan un protagonismo especial a la hora de desarrollar las inversiones previstas pero eso no puede implicar, como ha ocurrido, que las más grandes acumulen proyectos de cuya utilidad cabe dudar. Nadie se puede oponer a que hagan negocio, porque es su razón de ser, pero los poderes públicos deben evitar que el dinero de todos se utilice para financiar los que solo tienen rentabilidad a muy corto plazo y no son sostenibles.

El protagonismo que el Plan concede, por inspiración de grandes empresas energéticas, al hidrógeno verde, por ejemplo, está condenado a provocar una burbuja más. Unas pocas empresas ganarán mucho dinero pero creando infraestructuras que luego no tendrán suficiente mercado porque la producción y almacenamiento son todavía muy caros, ineficientes y no competitivos con el desarrollo tecnológico actual. No parece que hayamos aprendido lo suficiente después de habernos gastado miles de millones de euros en autopistas, aeropuertos o puertos sin usuarios tan solo para hacer de oro a las grandes constructoras y a los bancos.

Si se me permite la comparación, lo que ha hecho el gobierno a la hora de elaborar el Plan, abriendo de par en par su redacción a los grandes intereses corporativos, es lo mismo que pedir a los pajarillos que redacten la ley de caza. Habrá de todo, menos caza, e igual puede ocurrir al haber fiado la mayor parte del plan a los intereses de las grandes empresas -a veces, incluso tan solo a las auditoras, cuyo saber hacer corrupto ya se puso de manifiesto en la anterior crisis financiera.

Es también muy difícil de creer que las mismas grandes empresas rentistas y con enorme poder oligopólico que han convertido a España en la economía con uno de los precios de la energía más caros de Europa, con más infraestructuras desaprovechadas o con el mayor desperdicio de energía renovable de todo el planeta, se hayan caído del caballo para comenzar ahora a comportarse competitivamente, con eficiencia y responsabilidad y anteponiendo los intereses de la demanda y del conjunto de la economía a los suyos propios.

Precisamente por todo ello, una de las grandes deficiencias del Plan es que no se haya aprovechado la situación para haber creado nuevas y más eficaces instancias de seguimiento y control de la inversión que se lleve a cabo bajo sus auspicios. Sin ellas, lo más seguro es que vuelva a producirse lo que tantas veces nos ha avergonzado: la apropiación privada del beneficio que reporta el dinero público y la asunción por el Estado de las pérdidas que conlleva el cortoplacismo y el oportunismo de las grandes empresas rentistas.

Un Plan tan ambicioso y que mueve tanto dinero como el que se acaba de aprobar debería de haberse realizado mediante un procedimiento de elaboración mucho más escrupuloso, con transparencia, participación y control social. Si no se dispone cuanto antes de mecanismos rigurosos de evaluación de la gestión de los recursos millonarios que se van a invertir, ya nada tendrá solución a poco que comiencen a producirse los desaguisados.

Es paradójico que el Plan hable tanto de innovación y que, sin embargo, no se hayan realizado propuestas innovadoras en algo fundamental para que tenga éxito, la interrelación entre el sector público y el privado. En lugar de crear nuevos tipos de espacios y formas de colaboración, no solo con las grandes empresas sino también con las más marginales o periféricas y con los intereses comunitarios y sociales, tanto el gobierno central como la mayoría de los autonómicos han cedido, incluso desde el inicial momento de diseñar los proyectos, plegándose sin más a los intereses privados.

Contaba el profesor Fabián Estapé que, al concluir la redacción del II Plan de Desarrollo de la dictadura, sus responsables se fueron unos días de vacaciones a Grecia. Estando allí, recibieron una llamada de El Pardo diciendo que a Franco le había parecido bien el documento pero que echaba en falta contenido social. Inmediatamente, Estapé llamó a la imprenta y simplemente ordenó que al título que aparecía en portada -II Plan de Desarrollo- se le añadiera “y Social”. Al verlo de nuevo, el dictador quedó ya satisfecho.

Lo que han hecho ahora algunas grandes empresas y auditoras a las que se les ha confiado la preparación de proyectos multimillonarios luego aceptados ha sido algo así: cambiar el título y lavarle la cara a otros que ya estaban en el cajón, dispuestos para ponerse en marcha o incluso iniciados, para que ahora parezca que son “next generation”.

Si no se dispone de los filtros, control y rendición de cuentas que hasta ahora no hemos tenido, si no se es capaz de disciplinar los intereses cortoplacistas y el oportunismo del capital rentista, y si no se está dispuesto a creer que hay vida y capacidad de crear riqueza y empleo más allá de las grandes empresas que lo pueden todo, España No Podrá.

Juan Torres López. Artículo publicado originalmente por Publico.es