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Es bueno de vez en cuando tener delirios. Vienen con su poquito de locura, de enajenación, pero no importa. En ciertas fases nos hacen perder el tino, quizás porque el tino suele ser tedioso.
Los delirios nos sacan del mundo cotidiano, nos arrojan en brazos de la desmemoria, y así, sin la menor prevención disfrutamos del olvido.
Por una vez (¡y qué excepción!) saltamos por encima de la valla llamada horizonte y nos abrazamos con otros delirantes que nos inventan nombres y destinos.
Los delirantes pasamos al lado de la muerte y le hacemos un guiño. Nos movemos como si fuéramos eternos, sin tomar precauciones, más o menos sonámbulos, festejando los rayos y los truenos, y mirando a través de la lluvia.
Los delirios son premios, vida entre paréntesis, pero cuando el paréntesis se cierra y regresamos a lo cotidiano, a lo cabal, a lo de siempre, sentimos entre pecho y espalda una aguda nostalgia del delirio.
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