Murió un músico, un cantautor, un poeta; el cantor de los sentimientos, de la voz rota y del sombrero calado y también murió un poco la música. En estos tiempos en que se empieza a reconocer que los versos de los cantautores también son poesía, Cohen bien vale una misa.
Falleció el día siete, pero hasta la noche del jueves no supimos nada del viaje al infinito del trovador canadiense. Andan diciendo que su muerte está rodeada de misterio porque su familia tardó cuatro días en hacerlo oficial. En julio había fallecido de leucemia su compañera Marianne y allí empezó el baile final.
El pasado 21 de octubre estrenó el que sería su último disco. En una entrevista que le hicieron en el The New Yorker, decía que estaba preparado para la muerte; sin embargo, en otras entrevistas, tras la aparición de su postrer disco, mantenía que quería vivir para siempre, como así será, por lo menos durante muchísimo tiempo. Siempre nos quedará su voz grave cantando Hallelujah. Hay un resplandor de luz en cada palabra. Si existe un acorde secreto que complazca al Señor, seguro que lo conocía Leonard: Un desgarrado, ¡Hallelujah!
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