Desde Candeleda, en el valle del Tietar en la bella provincia de Ávila, uno piensa en toda la gran belleza que hay a su alrededor y se olvida de que el toque de queda es a las diez de la noche y que la pandemia es más dura que el hada de la Cenicienta.
El que termina ha sido un año difícil, lleno de incertidumbres y de miedos. Que nos ha devuelto a una realidad sorprendente, todo lo que creíamos tener al alcance de la mano ha sido mediatizado, incluso prohibido por algo microscópico. No sé si importado, creado artificialmente, escondido entre los aleteos torpes y ciegos de los murciélagos o producto de una broma de la Naturaleza. El caso es que su sorprendente y taimada presencia nos ha hecho replantearnos qué era lo más importante. Y ahora nos damos cuenta y redescubrimos el placer de tomarnos una birra con los amigos, besar con descaro, abrazar a trote y moche o cantar unas coplillas después de una buena cena.
Son estas unas Navidades distintas, con la esperanza de que este nuevo año todo cambie y para bien, aunque queden flecos y costumbres que se vuelvan cotidianas como el uso de las mascarillas. En el fondo ha sido un aviso de que nuestra presencia en este planeta es prestada, que no somos imprescindibles y que la gran belleza está en lo que gira, deleita y mora a nuestro alrededor, en esas cosas que, por habituales y acostumbradas, les hemos ido restando el valor que tienen.
Abran la ventana y observen todo lo hermoso y sublime que les rodea, ya sea la Sierra de Gredos o las nieves del Kilimanjaro. A nuestra disposición, pero prestado. Como la vida misma.
Por eso les deseo un año cargado de bendiciones, de salud y de grandes descubrimientos de aquello a lo que ya no prestábamos atención y hemos encontrado tanto a faltar en el año que ha terminado. Déjenme abrirles desde esta página esa ventana que esconde, tras el miedo, la imagen de todo lo bello, como la sonrisa de todos ustedes.
Felices fiestas.
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