¿Para qué lo necesitan tan pronto? Bueno, es que tienen que comunicarse con sus amigos, o al menos eso es lo que ellos nos dicen, con gran poder de convicción, al suplicar que se lo compremos. Por supuesto, no queremos que se sientan inferiores o separados del grupo. Y ya está. Tardamos poco en comprender que hemos abierto la caja de Pandora en mitad de casa. Porque no debemos engañarnos, el gran atractivo del teléfono inteligente es el acceso a Internet. Y eso, hoy, lo pone todo alcance de nuestros hijos: desde el videojuego o la serie hasta la red social, desde la biblioteca de la Universidad de Harvard hasta la pornografía. El uso de una herramienta tan potente proporciona acceso ilimitado a la comunicación y la información, pero a cambio sitúa a niños y adolescentes ante riesgos graves. Por ese motivo hay que utilizarla con inteligencia y sentido común. De alguna manera, tienen que merecerla. Hace poco escuché decir a Pilar Rodríguez Sánchez, experta del programa “Familias enRedadas”: “Si nuestro hijo de doce años está despierto a las tres de la mañana chateando por el móvil, no está suficientemente maduro para tener móvil. Así de claro.” ¿Cuál es la conclusión? Que un smartphone tiene normas claras de empleo y ellos deben estar dispuestos a asumirlas.

La forma de comunicación de los adolescentes ha cambiado de distinta manera en los chicos que en las chicas. La colonización del smartphone les afecta más a ellas, mientras los chicos lo comparten con la consola y los videojuegos. Pero a unos y otras les obliga a crear una “imagen digital”, que deben cuidar tanto o más que la real. Por eso atienden de inmediato todos los mensajes que reciben. Por supuesto, cambia la relación entre el grupo de amigos, que siguen dialogando a través del teléfono incluso cuando están juntos. Cambia también la interacción de la familia. De hecho, las llamadas de voz están reservadas casi en exclusiva para los padres, y con sus amigos emplean otros cauces. La función principal del teléfono se convierte así en símbolo de control.

La forma de compartir, casi sin barreras, genera mucha transparencia en la comunicación. Esto facilita la colaboración pero también puede convertirse en una fuente de problemas porque el adolescente se “desnuda” psicológicamente ante los demás, y pierde su privacidad, volviéndose así vulnerable a cualquier forma de acoso,  incluida la que les puede obligar a desnudarse físicamente. Y se exponen a visualizar contenidos inapropiados, bien porque los padres no establecemos mecanismos de control, bien porque los reciben de sus amigos o como spam. No podemos cerrar los ojos ante el hecho de que el acceso a la pornografía online se establece hoy a los doce años.

Engolfados como están en sus cámaras, pueden capturar imágenes comprometidas de sí mismos o de otros. Cuando las cuelgan atolondradamente en la Red pueden crear un problema casi imposible de resolver e incluso con implicaciones legales. Y, como ya hemos comprobado, el estado de conexión permanente genera tensión en la familia y el entorno. Pueden negarse a apagar los móviles en reuniones familiares o en clase; pueden vivir tan volcados en ese mundo virtual que terminen ignorando lo que sucede en el cuarto de estar de casa.

El smarphone es una simple herramienta, diremos. También lo es la motosierra, y nuestros hijos de diez años no juegan con ella.  Debemos retrasar su llegada, tasar su tiempo de uso, ponerle normas claras de empleo, emplear los mecanismos de control parental. No los dejaríamos solos en la Quinta Avenida de Nueva York con el encargo de regresar solos a casa, ¿verdad? ¿Por qué entonces los dejamos solos en Internet?  Pero antes de nada, revisemos nuestra propia conducta porque, realmente, somos nosotros, los adultos, quienes estamos sometidos al imperio del smartphone.