Igual llamamos voluntariado a la prevención de incendios forestales que al acompañamiento a una persona mayor sola en su apartamento. En un caso el voluntario actúa como vigía, en el otro como paliativo para la soledad. En otros denuncia, o estudia y pone luz sobre rincones injustamente marginados de nuestras calles. Otras veces el voluntario cura, o educa, o limpia, o construye, allá donde no hay quien lo haga. Quizás el común denominador sea el cómo lo hacen, la manera, el camino que eligen. El voluntariado.

Si lo vemos de este modo, el voluntario no elige necesariamente la eficiencia económica, si ésta no beneficia al que sufre. Ni elige la estrategia, sino más bien el acompañar las singladuras del otro. No tiene prisa, ni espera recompensa. Sabe que su éxito está en el equipo, en confiar en los compañeros. Y en esperarlos cuando alguno queda rezagado. Sin duda el voluntariado no sería un buen método para la producción industrial de bienes. Ni para ganar unas elecciones. Pero lo es para fraguar con solidez una sociedad que nos dure y en la que todos nos sintamos cómodos.

La solidaridad, o conceptos equivalentes en culturas distintas, ha de ser el cimiento del voluntariado social. Sin la pasión por la justicia no hay voluntariado. Sin verdadera gratuidad, tampoco. Si el voluntariado no crea sociedad, no construye comunidad, no forma parte, incluso disidente, de la democracia, el voluntariado se empobrece. Si se olvida de los derechos humanos, también de los derechos sociales, el voluntariado puede convertirse en un pálido reflejo maquillado del movimiento social regenerador que pudo haber sido.

El voluntariado corre el peligro de dejarse arrastrar por las corrientes del diseño frívolo y del marketing que traspasan la sociedad de consumo. Son las mismas corrientes que maquillan la realidad, eliminan a los ancianos de los escaparates, ocultan los focos de pobreza o desplazan a los sin hogar de las calles. Es el peligro de banalizarse y pasar a ser un buen complemento para que la injusticia y la falta de coherencia adquieran un rostro presentable. No es eso el voluntariado, pero en muchos casos puede serlo si pierde de vista que su horizonte es la transformación social, empezando por los nadies.

Llamarle voluntariado a esta masa de componentes distintos no es muy preciso ni muy lógico. Sin embargo, ha sido un acuerdo de mínimos. Una negociación en el cómo lo hacemos. Quizás también una manera de actualizar tantos de aquellos términos hermosos como militancia, caridad, compasión o benevolencia, que a través de los siglos han sufrido heridas que los han afeado y los han enfrentado entre sí. Llamarle voluntariado a algo puede ser una forma útil de seguir construyendo una realidad rica. El voluntariado puede ser una expresión sublime de trabajo comunitario o una forma extrema de individualismo. Pienso a la vez en las mingas centroamericanas, donde un barrio entero se moviliza con un propósito, y pienso en el voluntariado “on line” donde resuelves dudas de una manera tan eficiente como aséptica.

Hoy millones de personas en todo el mundo son voluntarios y se definen como tal. La intensidad del compromiso va desde los que dejan su vida por el otro, hasta los que lo viven como un hobby estimulante. Por organizaciones las hay que se dirigen hacia el cambio social y las que no salen del asistencialismo paternalista. Y entre los estados o entre las empresas, los que apoyan una actividad seria y responsable y los que sacan réditos a cuenta del rostro ingenuo de los benevolentes de nuestros días.

Se impone una época de sencillez y trabajo firme. Compromiso humilde, casi invisible, pero potente y sostenido, con los excluidos del planeta. Estas cosas pueden caber en el voluntariado de este siglo.