Las particulares y atípicas medidas que estos líderes americanos están adoptando últimamente, han conseguido convertirles en noticia casi diaria en la prensa de occidente. Tildados como pertenecientes a una nueva ola populista en América latina, y puestos en cuarentena por el mercado internacional, buscan su autoafirmación mediante la unificación y concreción de una vía política común que les permita acumular la suficiente masa crítica de sinergias, como para hacerles perdurables en el escenario internacional. Articulando medidas ya clásicas dentro del populismo de mediados del siglo pasado, han conseguido levantar la voz hasta dejarse oír, por lo que previamente a la toma de posiciones respecto a este asunto, se hace necesario escuchar qué es lo que pretenden decirnos.

Antecedentes

En ese sentido, lo primero que cabe, por si nos aporta alguna pista, es recordar la génesis del movimiento populista, cuyo origen se sitúa en dos escenarios totalmente distintos, pero coincidentes cronológicamente: la Rusia zarista de la segunda mitad del siglo XIX y el sur y medio oeste norteamericano de igual época, o lo que es lo mismo, dos importantes sociedades agrícolas enfrentadas a la implantación del desarrollo industrial que el sistema capitalista de mercado, procedente de Europa, implicaba. Y aunque en cada caso el devenir de los acontecimientos llevaría a posiciones totalmente distintas en el enfoque político de la economía, los problemas eran similares. Sin una previa cultura propia al respecto, las instalaciones fabriles y las explotaciones de recursos naturales se llevaron a cabo siguiendo criterios de sociedades generalmente extranjeras, con el apoyo de los miembros de la élite económica local, por lo que su localización, dado el desconocimiento del mercado local por parte de las primeras, y de los mecanismos capitalistas por parte de los segundos, se produjo de forma polarizada en torno a las grandes ciudades o a las ubicaciones de los recursos, donde las inversiones jugaban con el menor riesgo posible y en condiciones claramente monopolísticas ante la imposibilidad de competencia.

De esta manera, las mejoras en la renta que el nuevo desarrollo permitía quedaron al margen de la mayor parte de la sociedad, que continuaba anclada a un sistema primario de economía agraria y producción artesanal de productos básicos de consumo. Además, y conforme se desarrollaban los nuevos modelos de producción industrial y las infraestructuras inherentes, la brecha en las oportunidades de acceso a mayores rentas se ampliaba entre la sociedad rural y la nueva burguesía urbana. Así las cosas, mientras que en los estados norteamericanos afectados la respuesta fundamental fue el inmovilismo y el rechazo a los nuevos aires, en Rusia, influenciados aunque no condicionados por el manifiesto que en 1848 había publicado Carls Marx, una parte de la nueva burguesía urbana liberal surgida al rebufo del desarrollo industrial, sensibilizada ante las asimetrías sociales que el nuevo esquema provoca, comienza a teorizar sobre las medidas que pueden emplearse para su corrección.

A este movimiento se le denominó narodnichestvo y su razonamiento fundamental se basa en la observación de que el desarrollo del capitalismo en Rusia es algo artificial, una extrapolación a su país de los sistemas empleados en Europa occidental sin ningún matiz adaptativo, acompañado por la creación de un nuevo modelo de Estado cuyas políticas fiscales perjudican y empobrecen a la comunidad rural (obschina) y a la pequeña industria artesanal tradicional (artel), desarraigando a su vez a la población de sus tierras y ocupaciones tradiciona les, lo que en definitiva lleva a comprimir al mercado interno, evitando con ello su propio desarrollo. Al tiempo, la única vía posible, la producción para la exportación, se ve imposibilitada por el esquema monopolístico implantado que le impide ser competitiva en el escenario internacional, en consecuencia, el resultado es el contrario al que se pretende: el capitalismo así aplicado genera el empobrecimiento de una gran parte de la población a la vez que hipoteca su expansión futura, por lo que se propugna que sea el Estado quien tome las riendas, nacionalizando las grandes industrias, transfiriendo las pequeñas empresas a los obreros (artels), fomentando la creación de cooperativas y asegurando la distribución y venta de la producción, todo ello desde la afirmación de una realidad nacional rusa claramente diferente. De esta manera, se asegurará la expansión económica general y en consecuencia el desarrollo social, simplemente adaptando las reglas del juego a una economía no capitalista en su sentido estricto.

Dentro del doctrinario clásico de los movimientos populistas, quedarán desde entonces elementos comunes a todos ellos: Exaltación de la pequeña propiedad. Subordinación de la producción y el mercado al consumo personal; el crecimiento de la economía depende del crecimiento del consumo personal. El capitalismo se asocia con agentes externos, que no respetan la pequeña propiedad, y que se amparan en la ayuda del mundo de las finanzas y los banqueros. Es en el pueblo donde concurre la suma de toda sabiduría. El Estado es el único agente que puede promover un desarrollo justo y generalizado.

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América Latina

En América Latina, el populismo cuenta con gran tradición desde los años veinte del pasado siglo, ya que la llegada tardía del desarrollo capitalista se produjo siguiendo los esquemas que en su día se dieron tanto en los estados sureños norteamericanos, como en Rusia, polarizando la implantación de las grandes industrias y explotaciones de recursos, convirtiéndose en islas de modernidad y rentas rodeadas de un mar de pobreza general. Además, tampoco su orientación fundamental se hizo con vistas al mercado local, sino que siguiendo el esquema de lo que se denominaba capitalismo periférico, se basaba en el suministro de materias primas y pro ductos de poco valor añadido a los países desarrollados, por lo que el acceso a un mayor nivel de rentas de las sociedades locales q u e d a b a fuera de sus objetivos. No se pretendía la expansión de los mercados locales, simplemente se buscaban suministros baratos de materias primas y productos con costes bajos de mano de obra, y los miembros de la élite local que servían de socios para esta clase de desarrollo, así lo certificaban. De hecho, no eran de extrañar posiciones como las del político brasileño Washington Luis cuando afirmaba que “La cuestión social es una cuestión de policía”. Cierto es que estas clases locales acabaron exigiendo mayor protección de sus gobiernos frente al capital extranjero, pero siempre desde la óptica de limitar la competencia.

En cualquier caso, es a partir de los años cuarenta, en un contexto internacional sumido en el combate ideológico que las dos grandes potencias mantenían entre capitalismo y socialismo, en plena guerra fría, cuando surgen en América Latina, promovidos desde la propia burocracia estatal y desde una visión bolivariana del ejercito, los primeros movimientos populistas que acceden al poder de forma relevante para sus países. Con un mensaje que pretendía navegar entre dos aguas, adoptando propuestas de los dos sistemas, con fórmulas poco precisas e incluso poco viables, pero dotados de un fuerte componente emocional capaz de movilizar a amplias capas de la población, se opusieron abiertamente al status quo, promoviendo cambios radicales y hasta revolucionarios, aunque no en el sentido de la teoría comunista. La oposición a “la oligarquía y el imperialismo” se sumó al discurso nacionalista, a la teórica búsqueda de justicia social y a dar voz a quienes no la tenían.

De hecho, la política de industrialización y de gasto público que implantó el “Estado Novo” de Getulio Vargas en Brasil a partir de los años cuarenta, o el gobierno militar argentino surgido del golpe de 1943 y posteriormente el del general Juan Domingo Perón, tuvo sus precedentes en el “New Deal” de Franklin D. Roosevelt y en las recomendaciones anticíclicas de Keynes. Sin embargo también se simultanearon con medidas de corte claramente socialistas en materia de sanidad, educación, o de apoyo al pequeño productor y campesino, y todo ello con un claro corte nacionalista acompañado con algún que otro matiz militarista. En relación con el capital extranjero, los gobiernos populistas nunca pretendieron su eliminación, más bien su reorientación en el nuevo contexto. En consecuencia se aplicaron medidas que fueron desde la simple reglamentación y mejoramiento del control de las firmas extranjeras, hasta nacionalizaciones más o menos amplias, simultaneadas con otras que garantizaban las inversiones que tuviesen como destino las nuevas prioridades que el Estado definía. Todo este abanico de medidas es lo que Perón bautizó como la tercera vía.

La hornada de experiencias populistas de aquella época tuvo resultados desiguales; mientras que el peronismo en Argentina y el batlismo en Uruguay mejoraron las rentas sociales, el largo período de Vargas en Brasil concluyo con una perdida real en el poder adquisitivo de sus ciudadanos. El sexenio de Cárdenas en México y el gobierno militar peruano de 1968 a 1975 no consiguieron aportar ningún adelanto claro. Por el contrario, cuando las últimas muestras de este tipo de gobiernos tocan a su fin, adentran a sus países en lo que conocemos como la Década Perdida en América Latina, un período que implico severas recetas por parte del FMI y cuyo atraso y consecuencias económicas y sociales, todavía perduran en el subcontinente americano.

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Populismo actual

Parece que en la actualidad, veinticinco años después, están rebrotando nuevas tentaciones populistas al calor del mantenimiento, en varios países suramericanos, de condiciones sociales que implican la marginación económica de amplios sectores sociales. El razonamiento es claro en el lenguaje populista: “las recetas de la ortodoxia capitalista impuestas por el Fondo Monetario Internacional, lleva ron a nuestros países a privatizar las empresas públicas en aras a evitar la corrupción y a dotar de mayor grado de competencia y transparencia a nuestras economías, pero las consecuencias reales se han limitado a la sustitución de monopolios estatales por otros de capital foráneo. A cambio, la mayoría estamos viviendo en condiciones precarias mientras observamos un cierto desarrollo económico que no genera ninguna renta a los que menos tienen y que además permanece en manos de la oligarquía y del capital extranjero. Pues bien, ya que no ha servido de nada su privatización, cojámoslos nuevamente y distribuyamos a la sociedad la riqueza que genera, y en especial a los m á s d e s f a vorecid o s , dejando al estado que se encargue de dirigir el desarrollo económico para evitar que esta situación se repita.”. Como podemos observar, un anacronismo en estos tiempos de globalización económica.

Hoy en día, cualquier lenguaje basado en el enrocamiento político o económico de una región o país, conduce inevitablemente al deterioro de la competitividad futura de su economía. Si, por ejemplo, en un primer momento el reparto de los beneficios que generan los bienes nacionalizados, produce unos años de mejoría en las rentas de una parte más amplia de su sociedad, el escenario semiautárquico que este modelo económico impone, le aísla del mercado internacional. Carente de las inversiones e innovación que la globalización requiere, el simple paso de un par de años habrá dejado seriamente tocada la competitividad de la economía en estos países, cerrando un círculo vicioso que no conduce a ninguna parte.

Pero cuando estas cosas ocurren, está claro que desde las instituciones y países occidentales, algo hemos hecho mal. Quizás no supimos explicar claramente los plazos que el reajuste económico iba a representar para estos países, o quizás no supimos advertir que tendrían que pensar en especializar algo más sus economías en base a ventajas competitivas particulares, pero lo que sí está claro es que no supimos como tratar adecuadamente el problema, distinguiendo entre los países que podían superar el período de ajuste y los que no.

En estos últimos, debido a las condiciones previas de pobreza de la sociedad, las medidas aplicadas resultaban difícilmente superables y la posibilidad de alcanzar las metas deseadas, contaban con un alto grado de incertidumbre en los propios estudios de los organismos internacionales, pero aún así se siguió con el ajuste, dándoles la consideración de posibles daños colaterales.

Aunque carentes desde luego de dramatismo para el sistema económico mundial, en la actualidad asistimos a los desajustes provocados por aquella política: la aparición en occidente de sociedades que, colocadas al borde de la pobreza social, se abrazan a líderes populistas que aportan esperan za sobre un futuro mejor, condenándose así, desde la inconsciencia, a un futuro peor.

Paralelamente provocan incertidumbre y cierta parálisis en el mercado internacional, ralentizando las inversiones del escenario global. La pequeña contracción económica que en su conjunto las medidas adoptadas por estos países representa, apenas alcanzará a limar algunas centésimas al PIB mundial, pero en definitiva no habrá sumado, habrá restado.

Dado que la omisión del componente social en la economía, queda claro que finalmente a nadie beneficia, en tiempos en los que la interrelación económica mundial es ya inevitables, cuando se empieza a creer en la
Responsabilidad Social Corporativa dentro del mundo de la empresa, quizás sea el momento de comenzar a creer en la responsabilidad social de la economía, asumiendo el sistema económico criterios sociales directos, que impidan contracciones futuras del mercado y aseguren, aún con distintas velocidades, que un número cada vez mayor de ciudadanos, accedan a una mejora en sus rentas y nivel de vida general.