El impacto de las lluvias que azotaron sin clemencia a Centroamérica durante las dos últimas semanas fue devastador: más de un centenar de muertos, cientos de miles de damnificados y desplazados –la mayoría de ellos, personas que viven en condición de pobreza- por las inundaciones y derrumbes, cuantiosos daños en carreteras y puentes, pérdida de cosechas agrícolas y, en general, un caótico panorama de afectación social y económica.
Desgraciadamente, son escenarios de tragedia a los cuales nos enfrentamos los centroamericanos año tras año, y que van en paralelo con las manifestaciones del fenómeno del cambio climático a escala planetaria.
Como explica Raúl Artiga, especialista de la Comisión Centroamericana de Ambiente y Desarrollo, “el cambio climático no es algo que va a venir, lo estamos sufriendo, esto (el temporal) es una evidencia más de la vulnerabilidad que nos está llevando a niveles inciertos de afectación, con la cual nuestras sociedades van a tener que convivir” (La Prensa Gráfica, 17-10-2011).
No en vano CEPAL estima que en los próximos años la región deberá destinar al menos el 10% de su producto interno bruto para atender la recuperación de los daños provocados por el cambio climático (AVN, 19-10-2011).
Una peligrosa conjunción de factores y problemas estructurales, como por ejemplo la vulnerabilidad social (producto de la ecuación de pobreza más desigualdad), los rezagos y deficiencias en infraestructura y planificación urbana, la concentración de poblaciones en áreas de riesgo, el cambio en el uso de suelos y la sobreexplotación de recursos, junto con el impacto del maldesarrollo global (que sigue la lógica de la economía de rapiña), convierten a Centroamérica en “el punto caliente más vulnerable al cambio climático entre las regiones tropicales del mundo”, según el Informe Estado de la Región 2011.
En efecto, el capítulo Panorama Ambiental del Informe identifica al cambio climático como uno de los tres principales riesgos estratégicos que penden sobre el futuro de los países centroamericanos.
Prueba de ello es que en los últimos 20 años, el número e impacto de los desastres hidrometeorológicos (tormentas, huracanes, inundaciones) creció a un ritmo acelerado, que pasó de los 60 eventos para el período 1990-1999, a los 121 para el período 2000-2009.
Es decir, se duplicó la cantidad de este tipo de desastres, sin que se registren cambios en los patrones sociales, económicos y culturales de crecimiento demográfico, distribución de la riqueza y explotación y uso de los recursos naturales que caracterizan la rica biodiversidad ístmica; y por supuesto, sin que la capacidad de respuesta, disposición de recursos financieros y acción conjunta de los Estados mejorara sustancialmente.
Como lo establece el Informe, “la acción regional en estos ámbitos se muestra similar a otros esfuerzos por el desarrollo: se da con retraso, sin claridad ni información suficiente, dependiendo de recursos externos y con medidas aisladas, fragmentadas y no siempre sostenibles”.
Un dato ilustra estas deficiencias: de los 65 documentos de políticas públicas relacionadas con el cambio climático, elaborados por los gobiernos centroamericanos, “solo en siete se identificaron responsabilidades y recursos para su implementación”.
Importantes como son para atender las consecuencias del desastre, los planes de atención de emergencias y las políticas de coordinación regional -por ahora, plasmadas solo en el papel- no constituyen una respuesta estratégica e integral de largo plazo.
En este sentido, una de las valoraciones que realiza el Informe no admite dudas: “Centroamérica es un ejemplo claro -aunque no exclusivo en el mundo- de la desvinculación entre ambiente y desarrollo”.
Lo que se requiere, entonces, es un cambio radical en la cultura ambiental y económica, en nuestro modo de concebir el “desarrollo” y nuestra relación con el medio ambiente, regida durante siglos por la pretensión del dominio humano sobre la naturaleza, su explotación irracional con afán de lucro, la subordinación de las decisiones al cálculo de utilidades, y la sistemática deslegitimación de las propuestas o alternativas al modelo dominante por considerar que se oponen al progreso.
Es una tarea mayúscula, como el tamaño de los desafíos a los que nos enfrentamos, y en la que la clase política y las sociedades centroamericanas, en su conjunto, tienen todavía una enorme deuda pendiente con su futuro y las posibilidades de vida en la región.
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