Lo último ha sido la operación Púnica, que ha permitido el arresto de más de 50 personas, muchas de ellas cargos públicos, implicadas en el presunto cobro de comisiones ilegales a cambio de concesiones y contratos públicos a determinadas empresas. Las detenciones se han producido en diversos puntos de la geografía española y tienen como casos más sonados el del ex secretario general del PP de Madrid y antigua mano derecha de Esperanza Aguirre, Francisco Granados, y el del presidente de la Diputación de León, Marcos Martínez, que ocupaba el cargo desde mayo, después de que fuera asesinada la anterior presidenta, Isabel Carrasco, y él hubiera de asumir el mando.
Una vez más, es el PP el que lidera la clasificación de implicados, pero no es el único partido. También el PSOE tiene lo suyo, con el actual alcalde de Parla y el anterior regidor de Cartagena arrestados.
En la nueva línea impuesta por Pedro Sánchez, los socialistas se han apresurado a anunciar la inmediata expulsión del partido de sus implicados y a continuación, esta vez sí, el PP ha hecho lo propio con los suyos: suspensión de militancia y escarnio público, algo que no siempre ha ocurrido con otros imputados y que establece un curioso agravio comparativo. Pero es que la magnitud del caso Púnica parece haber desbordado los límites de las tragaderas más generosas.
No podía haber medias tintas ante algo tan grave que, como en su día pasó con el dopaje en el ciclismo, extiende la sombra de la sospecha sobre todos los políticos y pone en duda la honorabilidad de nuestro sistema y la eficacia del Estado de Derecho. La gangrena amenaza con matar al paciente si no se amputa de una vez el miembro podrido.
Sólo el tiempo dirá si esto marca el inicio de un tiempo nuevo de tolerancia cero con la corrupción o, como muchos nos tememos, sea un fuego de artificio para calmar la indignación popular antes de preparar el próximo saqueo del dinero de todos.
Y es que muchas de las expresiones de enojo que profieren hoy algunos gobernantes son las mismas que en su día utilizó el propio Granados, lo que deja por los suelos la palabra de los políticos. Muchos, además, se confiesan sorprendidos por lo ocurrido. ¿Pero cómo pueden estar sorprendidos? ¿Es que tienen una venda en los ojos o van narcotizados al Parlamento? Con una sucesión de nuevos casos diarios de corrupción, lo de este lunes me escandaliza, me avergüenza y me indigna, pero desgraciadamente no me sorprende.
No puede sorprenderme cuando ni siquiera en un día como éste ha sido el único caso de corrupción. Aunque lo haya eclipsado, ahí queda la acusación del diario El Mundo al alcalde de Barcelona. ¿Tiene o no Xavier Trias cuentas en paraísos fiscales?
No, no puede sorprenderme después de tener a una infanta de las Españas imputada, a toda la familia de un expresidente de Cataluña pringada hasta el cuello de mierda, al partido que Gobierna el país hundido en el fango de los sobres y la caja B del señor Bárcenas, a la formación hegemónica en Andalucía conchabada con los sindicatos para repartirse el dinero de los parados, al caudillo de la minería asturiana con las arcas llenas de dinero ajeno y a los consejeros de Caja Madrid despilfarrando el dinero de una entidad que se iba a la quiebra mientras estafaba sus ahorros al pueblo llano con embusteras participaciones preferentes. No, a mí la operación Púnica no me sorprende, sólo me asquea, y mucho.
Por eso vuelvo a preguntarme, ¿será que lo llevamos en la sangre los españoles? Cada vez estoy más convencido de que yo tampoco sabría resistirme a los placeres de la apropiación indebida en caso de tener un puesto como el de ellos. Como español, empiezo a sentirme un corrupto en potencia, y hasta me da por pensar que la indignación popular no expresa un rechazo al enriquecimiento ilícito porque sea deshonesto, sino simplemente porque no tienen acceso a ello.
Y sin embargo, me niego a aceptar que nuestro genoma sea diferente al de un británico o un alemán. ¿Qué ocurre entonces? ¿Por qué sus políticos no roban a mansalva como los nuestros? ¿Es que no tienen tentaciones? ¿Son más virtuosos? ¿Más incorruptibles?
Lo dudo.
Algo los desalienta, algo les quita las ganas por el camino, y sólo unos pocos se atreven a cruzar la línea de la honradez. ¿Qué será? ¿Será acaso que esos países se han dotado de sistemas más transparentes que hacen más complicado el expolio? ¿Será que las penas si los pillan no resultan tan cómicas como en España? Pero en ese caso, ¿cómo consiguieron que los políticos aprobaran leyes que complican su rapiña? ¿Será quizá que la sociedad no tolera esos desmanes y, a diferencia de lo que ocurre en Andalucía o la Comunidad Valenciana, el partido que roba es expulsado del poder con estrépito en las urnas?
Quizá sea eso, qué envidia de sociedad. Tal vez ayude una prensa más libre, donde los grandes grupos mediáticos no dependan tanto del poder político, y la mordaza que por la vía económica puede ejercer la autoridad sea menor. Tal vez eso también tenga que ver. La independencia de los medios, claro que aquí eso se confunde a menudo, y se suele atacar al periodista, olvidando que es un empleado, a veces con un sueldo mísero, que tiene la horrible ambición de conservar su puesto de trabajo para llegar a fin de mes, comer todos los días, vestir a sus hijos y pagar la hipoteca. Quizá sea un problema que los periodistas sean humanos y no superhéroes para plantar cara a sus jefes como seguro que sí hacen los que tanto los critican, o tal vez sea todo lo anterior.
Yo no sé dónde está el problema ni dónde el remedio, lo que me pregunto es ¿existe solución para España?
Zas! en toda la boca…! Acertado artículo Juan.