Sin embargo, el aumento de hambre efecto del alza de los precios de los alimentos entre 2006 y 2008 y la crisis económica que la siguió nos ha dejado una serie de lecciones a la vista que no podemos dejar de atender si queremos erradicar, de una vez por todas, el hambre en América Latina y el Caribe.

La primera y la más importante lección que hemos aprendido es que para reducir el hambre en la Región es necesario fortalecer los vínculos entre el crecimiento económico y la inclusión social.

Junto al aumento en el gasto social que han hecho los países es importante impulsar políticas para que el crecimiento económico sea más inclusivo, facilitando la integración de los sectores más vulnerables a la sociedad, de manera que estos sectores se conviertan en agentes activos de su propio desarrollo y no en receptores pasivos de la ayuda del Estado.

En lo inmediato, el retorno al crecimiento económico juega a nuestro favor. De acuerdo a la CEPAL, América Latina y el Caribe volverá a crecer el 2010, un 5,2%, luego de que el Producto Interno Bruto regional tuviera una caída de 1,9 % el año pasado. Pero hay retos que enfrentar si queremos estar preparados para los shocks del futuro.
Uno de estos retos es el fortalecimiento de la institucionalidad pública. Los países que lograron sortear con mayor éxito las situaciones más dramáticas de pobreza extrema y hambre durante la crisis económica del 2008-2009 fueron aquellos que contaban con una institucionalidad pública mejor preparada para implementar políticas anti-cíclicas.

Esto es evidente en aquellos países que apoyaban a la agricultura familiar desde antes de la crisis, los que tenían un sector público financiero saludable y los que tenían un sistema de protección social desarrollado.

En nuestra región hay múltiples iniciativas para mejorar la seguridad alimentaria, pero son esfuerzos que encuentran muchas barreras ya que muchos países han desarticulado su institucionalidad pública de apoyo a la agricultura. Esto deja a los más pobres entre los pobres (que se ubican en las zonas rurales de nuestra región) y al sector agrícola en una posición débil, sin capacidad de respuesta.

Sólo vinculando el crecimiento económico con la inclusión social se pueden obtener resultados de largo plazo, que tengan un impacto más profundo que las acciones de emergencia.

La FAO sugiere que una agenda de mediano plazo de políticas públicas para la seguridad alimentaria, que vincule el crecimiento e inclusión social, debiera tener tres ejes principales: la producción de alimentos básicos por parte de la agricultura familiar; el aumento en la competencia, eficiencia y equidad de los mercados alimentarios, y la ampliación de la protección social en especial de los integrantes del mercado de trabajo rural.

El estímulo a la producción pasa por revalorizar el papel de la agricultura familiar en el abastecimiento de alimentos. Ello requiere de políticas diferenciadas que amplíen su acceso a recursos productivos, les brinden acceso a mercados institucionales (por ejemplo, mediante compras públicas de alimentos) les apoyen en la adopción de innovaciones tecnológicas y les otorguen una mayor oferta de servicios financieros adaptados a sus necesidades.

En el segundo punto de la agenda, otro desafío clave es la falta de regulación y fiscalización de los mercados del trabajo agrícola y rural, la cual está directamente relacionada con la persistencia de los focos más duros de pobreza en la Región, que se hayan en el campo.

Con respecto a la protección social, una de las formas en que se puede fomentar la inclusión son los programas de transferencias de ingresos, cuyo impacto sobre las vidas de millones de ciudadanos de nuestra Región ha sido documentado por la FAO. Estos programas son indispensables, pero insuficientes si no están insertos en un amplio abanico de políticas sociales para multiplicar sus efectos, aumentando la asistencia escolar, resguardando la salud de niños y embarazadas y estimulando la producción local de la agricultura familiar.

Los beneficios que trae este tipo de iniciativas que unen crecimiento y inclusión social quedaron claros durante la crisis económica del 2008-2009, y se pueden ver en el caso de Brasil: gracias a un conjunto de políticas económicas, productivas y sociales –cuyo eje articulador principal es la estrategia Hambre Cero– Brasil logró continuar reduciendo su población extremadamente pobre incluso durante la crisis económica del 2008.


José Graziano da Silva es el Representante Regional de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) para América Latina y el Caribe. Ingeniero agrónomo, PhD en Economía, fue Ministro Extraordinario de Seguridad Alimentaria y Combate al Hambre de Brasil (2003), y responsable por la implantación de la estrategia Hambre Cero en este país. Sus áreas de especialidad son economía agrícola, seguridad alimentaria y combate al hambre; desarrollo rural, políticas agrícolas y desarrollo económico.

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