Pero lo más espantoso de aquella narración no solo era la terrible realidad que contaba, sino cómo lo contaba. Y tampoco eran sus palabras en sí, sino la expresión de su rostro y aquellas lágrimas que no salían del llanto, como puede hacer cualquier niño, sino de lo más hondo de su alma. Mientras hablaba, ella hacía lo posible por no llorar, por mantenerse firme, pero aquellas lágrimas brotaban de sus ojos mientras ella misma las apartaba de sus mejillas con la única mano que le quedaba libre, aquella precisamente que no estaba sujeta a la de su hermanito. Esa manita que, al menos, le proporcionaba calor y humanidad a su hermano para que este se sintiera protegido. Eran lágrimas de tristeza, sí, pero sobre todo, de vergüenza. No de vergüenza hacia ella o su hermanito, ni mucho menos, sino de vergüenza hacia una humanidad capaz de consentir a diario el sufrimiento de los más débiles hasta el punto de explotar miserablemente a un niño. Y de eso, de esa explotación, no se libra casi nadie, porque evidentemente son tan responsables los explotadores directos como los indirectos, esos que en sus confortables casas miran hacia otro lado mientras una vez cada cuatro años dan su voto a unos dirigentes que, con una excusa u otra (o incluso sin dar excusas) no hacen nada para acabar con esa maldad que significa la explotación de los más débiles.

He escrito varios artículos en los que he denunciado la precariedad infantil. Artículos como por ejemplo “La rica ciudad de los niños pobres” o “El niño invisible”, pero ahora, y para acabar este nuevo artículo que denuncia lo sádica y mezquina que puede llegar a ser la raza humana, les transcribo un pequeño fragmento de mi novela “Año 2112. El mundo de Godal” que corresponde a un breve relato que Godal, el escritor, activista y protagonista de la novela, escribió a lo largo de su existencia.

Un relato, precisamente, que me inspiré a la hora de escribirlo en las lágrimas de esa niña de apenas ocho o nueve años y que, como digo en el título de este artículo, nunca llegué a saber su nombre. Y es que los nombres de los más débiles casi nunca importan y además pasan pronto al olvido. Este, pues, es el relato en cuestión:

HISTORIA DEL NIÑO POBRE

«Su vida, o para ser más exacto, su presencia en este mundo, no sería difícil de contar, pues ni su corta edad ni su carencia de vivencias se prestarían a una gran exposición, aunque si miramos el lado oscuro que toda vivencia en realidad tiene, la cosa empieza a cambiar.

Así es, porque su sufrimiento fue rico en presencia y cantidad, no separándose de él en ningún momento y acompañándolo hasta el final de sus días como un fiel y obcecado enemigo al que le va la vida en ello. Pero no, no voy a gastar más tinta relatando las proezas de ese infame personaje que invadió la vida de Manuel sin permiso desde que sus ojos vieron sus primeros rayos de luz, pues simplemente os relataré muy brevemente, puesto que como ya os he dicho no hay materia para mucho más, qué es lo que fue de su existencia a partir de su noveno cumpleaños.

En el amanecer de aquel nuevo día, el tono azul grisáceo del cielo se mimetizaba con la mirada melancólica de aquellos cálidos y tristes ojos, como si el mundo empezara y acabara en aquel preciso instante mientras los bellos destellos de luz de sus pupilas rivalizaban con la tristeza que sus párpados caídos transmitían a todos los que extasiados por su grandiosidad, no podían apartar su mirada de aquella fuente de luz y dolor. En efecto, Manuel tenía la capacidad de expresar con su mirada un sinfín de sentimientos encontrados, pues tenía la extraña habilidad de mostrar a los presentes todo lo que la vida puede tener de bello, pero a la vez, de terrible y espantoso. Vida y muerte se entremezclaban en una antítesis imposible de sueños incontrolados.

Y mientras Manuel rebañaba las heridas de su tierno corazón mirando aquel cautivador cielo, los demás lo miraban sin atreverse a preguntarle qué era aquel dolor que su mirada escondía, ya que a ese reflejo azul y transparente le sucedía una tristeza que acallaba por sí sola cualquier sentimiento de ilusión y esperanza. No había una gran experiencia en aquella mirada, pues con tan sólo nueve años de existencia, hablar de ella sería poco menos que insensato. No, no la había, puesto que Manuel sólo era un niño, pero sin embargo sí había sufrimiento, ya que éste no es capaz de respetar las edades, ni la belleza que una azul y tierna mirada puede transmitir.

Cabizbajo y algo pensativo, el chico empezaba a ataviarse con las roídas prendas que le debían servir de abrigo para soportar el frío que la nueva noche llevaría consigo. Prendas roídas, así es, pero que al fin y al cabo cumplirían su misión, pues si no estuviesen, la fría y voraz madrugada evitaría que sus ojos pudieran ver la luz de un nuevo atardecer. Sin embargo, sus zapatos no estaban roídos, no, no lo estaban, pues hubiese sido un milagro que lo estuviesen al carecer de ellos. Así era, sus pequeños pies hacía tiempo que no tenían que soportar la cautividad que aquéllos proporcionan a quien los lleva, pero no obstante, a Manuel no le hubiese molestado en absoluto ese tipo de cautividad. Porque él esa palabra la conocía aunque nunca la había visto escrita, puesto que nadie le enseñó a leer, pero sin duda, la conocía.

Y curiosamente nadie tampoco le enseñó qué era lo que significaba, pero como ya he dicho, él sí la conocía. En efecto, la conocía, porque desde que nació ésta nunca se separó de él, y cada mañana al despertar lo acompañaba camino de la mina. ¿Es que no os lo he dicho?

Vaya, perdón, ¡qué cabeza la mía! Aquel niño de la azul y grisácea mirada llamado Manuel, empezó a trabajar en ella tan pronto sus manos pudieron ser capaces de transportar el negro carbón.

Y desde que él no recordaba, su diminuto cuerpo se sumergía en las entrañas de la tierra para sacar a la luz del día aquellas extrañas piedras. Sí, desde que el sol despuntaba hasta que se ocultaba, sus azules ojos tan sólo pudieron contemplar la oscura soledad de una caverna, por eso cuando salía de ella su instinto lo hacía mirar al cielo.

Y entonces sus ojos observaban embelesados la dulzura de aquel cielo que se mimetizaba con su mirada, mientras sus párpados se elevaban hasta que nada pudiera evitar la belleza que estaba contemplando.

Y en ese instante, una leve sonrisa adornaba su rostro, al tiempo que sus pequeños pies olvidaban la frialdad de una cueva repleta de húmeda oscuridad. La libertad de su alma se regocijaba con aquella visión que tan sólo duraba unos instantes, pues la tiranía de la noche pronto se adueñaba de aquel cielo al que el sol había abandonado momentos antes. Y era entonces cuando Manuel volvía a bajar su mirada, y con ella aquellos párpados que de nuevo le decían que el sueño había terminado. ¡Ya no hay más, Manuel!, le gritaba una desesperada voz desde su interior. Así era, ya no había más, pensaba, porque después de los sueños llega la realidad, y su realidad no era otra que reponer fuerzas en la noche, para así volver a la mina al día siguiente durante doce horas más. Y quizá, volvía a pensar, si su cuerpo no desfallecía tras aquel nuevo atardecer, sus ojos podrían contemplar otro cautivador cielo azul. Sí, sus días los contaba recordando atardeceres, pues poco más aparte de éstos, había en su existencia.

Su veteranía como controlador improvisado del cielo le reportaba la fuerza necesaria para aguantar estoicamente aquella cautividad que nunca de él se había separado, y los días y las noches se sucedían como si la vida fuese una monótona sucesión de sufrimiento y dolor.

No conocía nada más, de ahí que la felicidad que aquella visión le reportaba cada atardecer, llenaba su alma en espera de que alguna otra cálida mirada como la suya se cruzase en su camino. Algo más debía de haber tras aquel cielo azul, pensaba con tan sólo nueve años, puesto que emplear la vida en sacar aquel negro carbón de las entrañas de la tierra debía tener algún fin, y quizá ese fin significase la ausencia de oscuridad, volvía a pensar.

A la mañana siguiente, apenas al cabo de unos minutos de haber entrado de nuevo en la mina, el mundo se paró de repente. Sí, se paró, tan pronto las rocas aplastaron su diminuto cuerpo. Fueron unos segundos, y quizá este tiempo no se haya contabilizado en el cómputo total de la eternidad, pero sin duda, el mundo se paró. Los pájaros dejaron de cantar, las sonrisas se congelaron en todo el planeta, y nuestra dignidad colectiva perdió un pequeño pedazo de su inocencia cuando Manuel acabó de respirar. Alguien dijo que una paloma lloró, mientras su pequeño gato no dejó ni por un instante de maullar».