Fue en octubre de 1837, la portera de un inmueble de la rue Saint Pierre en pleno barrio de Montmartre, encontró el cadáver de su inquilino más notable, el filosofo y escritor Charles Fourier. Solo, rodeado de sus gatos y de sus libros, el depositario de “los destinos de la Humanidad”, yacía en el suelo. Sin embargo, sus teorías serían resucitadas años más tarde durante una revuelta juvenil que cambiaría el modo de pensar de miles de jóvenes europeos.

Fourier atribuyó a la mala conciencia del intercambio comercial muchos de males del mundo moderno, el tiempo le daría la razón. Su utopía de comunidades de gentes libremente asociadas en cooperativas de producción que bautizó como los falansterios, se enfrentaba al modelo capitalista de las multinacionales que en este momento de la historia de nuestra Humanidad es el que domina. Los jóvenes bien relacionados, teóricamente bien preparados y con grandes aptitudes de escala, cuerda, rebote y prevaricación son el ejemplo a seguir para una sociedad consumista más entusiasmada con los valores económicos que con los morales, éticos o idealistas.

Sin embargo hubo un momento en que no fue así. La revuelta juvenil de mayo de 1968 no pretendía simplemente dar la vuelta a la tortilla del modelo económico, eran otros deseos los que estaban en juego, su intención iba más allá y exigía de la “Atracción Pasional” descrita por Fourier. El derecho al goce sin límites, a la felicidad y a las libertades, exigía – y exige – un cambio de valores Por supuesto, los jóvenes que llenaban las barricadas de París sabían que luchaban por una utopía: “Sed realistas, pedid lo imposible”, decía uno de sus lemas pintado en los muros de La Sorbonne. Pero precisamente por ser imposible es idealmente alcanzable o por lo menos merecedor de nuestro esfuerzo.

{salto de pagina}


foto
Razonemos, si nos limitamos a pedir lo posible, lo que está a nuestro alcance, lo que nos ofrece el sistema establecido y lo logramos, el objetivo será mediocre, parcial e incluso manipulado lo que nos llevará a una felicidad limitada y muy subjetiva; si por el contrario no somos capaces de llegar siquiera a la mediocridad de lo posible caeremos en el desencanto, la desesperación, la marginación y la depresión.

Seamos pues consecuentes y exijamos lo imposible. Aquí también pueden darse las dos posibilidades. La primera, que no logremos el triunfo final y el mundo siga siendo el cortijo de unos pocos y nuestra vida casi tan absurda como siempre. No importa, habremos luchado, nos habrán temido – aunque no lo reconozcan – y lo más importante: nos sabremos libres y rebeldes. Si por el contrario triunfamos y cambiamos un poquito al mundo y nuestras vidas, habremos dado sentido a nuestra existencia. Además, como en los mándalas, es más importante el recorrido y el esfuerzo que el propio objetivo final, por tanto la imposibilidad del destino no nos impide la felicidad ni el disfrute del viaje. Que nos quiten lo “bailao”.

Tenemos derecho a gozar de nuestro paso por el mundo. No somos instrumentos de los poderosos y de la clase dirigente; no nos dan miedo los vecinos malintencionados, ni los maridos maltratadores, ni los políticos corruptos, ni los millonarios ex KGB, ni las multinacionales, ni la ortodoxia religiosa, ni los dioses caducos. . .refundemos la sociedad a partir del deseo y no a partir de la represión y de la sumisión a los valores de otros. En resumen, busquemos la felicidad por el placer de sentirnos vivos, útiles y amados.

En estos días de mayo se cumplen 40 de aquella famosa revuelta parisina. Hoy tenemos la felicidad comprada, al mismo precio que vendemos el alma. Más electrodomésticos, mientras comemos peor; coches más grandes y potentes, mientras limitan velocidades y piden que no contaminemos el medio ambiente; más universidades, mientras enseñan el culto al capitalismo; más espectáculos, mientras no critiquen al poder constituido; más deportes, mientras nos distraigan de la tentación de las barricadas. ¿Significa esto que perdimos la Revolución? En absoluto, solo se ha aplazado. Seguimos estando demasiado apasionados para que un retraso nos entristezca, debajo de los adoquines sigue estando nuestra playa.