Donald Trump ha organizado un desastre monumental en poco más de una semana en el cargo. Su decreto migratorio contra países de mayoría musulmana con los que no tiene negocios (los unidos por lazos comerciales con él no están incluidos) ha ocasionado un caos humanitario, legal, institucional, de relaciones internacionales, sin precedentes. Una de sus últimas gestas por el momento destituir a la fiscal general interina por negarse a defender su polémico veto. Pero ha habido mucho más después. Le colgó el teléfono al presidente de Australia, lo que está provocando manifestaciones sin precedentes en Melbourne. La más escandalosa a esta hora es la declaración de la jefa de camapaña de Trump y ahora asesora principal Chris Matthews. Se ha inventado una masacre que nunca existió a la que ha llamado Bowling Green massacre, atribuida a dos irakíes y culpa de Obama, para justificar el veto a los musulmanes. Cuesta creer que, desde instancias oficiales, se pueda llegar a más. El concepto que la propia Matthews acuñó: realidades alternativa, es decir, mentiras como montañas.
Lo previsto, sin embargo. Con 70 años, y dada su ostentación y presencia en medios, pocos pueden decir que no supieran cómo era Trump. Sobradamente conocidos sus métodos empresariales, se le relaciona incluso con las mafias neoyorquinas. Su ideología, xenófoba, racista, machista y de la más cerril extrema derecha. Su pueril egolatría. Su jactanciosa y vulgar forma de vivir, en su propia torre de oro, rodeado de una familia de plástico. ¿Quién ha podido pensar que un ser así va a ocuparse del bienestar de los ciudadanos?
En pocos días hemos profundizado en muchos más datos inquietantes. Su falta absoluta de empatía hacia los demás. Hacia poblaciones enteras de seres humanos, prohibidos por su origen. Hacia su propia familia incluso. Las declaraciones de su esposa, la tercera, Melania, las de él mismo, duelen en la dignidad de mujer. Es como si el multimillonario Donald se hubiera comprado una geisha que ni defeca, valorada por “sus pechos” y su belleza y, sin duda, por su sumisión al marido. Pasados los días, por cierto, Melania ha desaparecido del mapa y cumple las funciones de primera dama, viajes incluidos, la hija favorita de Trump, Ivanka.
Con sus subalternos, prescinde hasta de la cortesía: se informa que ha prohibido al personal de la Casa Blanca que le hable o le mire si se cruza con él, a no ser que el presidente desee hacerlo y tome la iniciativa. Lo nuevo es que ha dictado una norma por la que los hombres deben usar corbata y las mujeres “atuendos de mujer”.
Esa forma de firmar sus incendiarios decretos como soltando la cuchilla de una guillotina. Esa firma enorme, apretada, con altos picos de soberbia. Ahora, con la euforia de su éxito definitivo: la cima del mundo. Se ha rodeado de fieles que refuerzan su ego, rechazando a los expertos. En cabeza, Steve Bannon, un activista de ultraderecha, aupado desde la web de difamación y propaganda Breitbart News, a convertirse en el principal asesor presidencial, elemento imprescindible en el Consejo de Seguridad Nacional. Hemos sabido que Trump es una persona influenciable y que Bannon le ha tomado la medida. A juego con todo el equipo, la nueva embajadora ante la ONU, Nikki Haley, hizo gala de la Diplomacia Trump en su presentación con este mensaje: “A quienes no nos apoyan, estamos anotando sus nombres”. Nadie sensato se extraña del temor e indignación que esta presidencia norteamericana suscita.
Trump era un elemento perfectamente conocido, un peligro global. ¿Quién ha podido votarle y confiarle la dirección de su país? Millones de descontentos, sin criterio. Deslumbrados por un botarate –como buena parte de ellos– que ha llegado a tener mucho dinero. Dinero, el gran valor de nuestro tiempo. Y sin duda unos cuantos unabombers del sistema, enfurecidos con la situación.
Alguien, mucho antes, abrió el grifó y no lo cerró. Alguien fabricó al Trump presidente, a los votantes de Trump y a esa ciudadanía abotargada, pisoteada, maleable, abandonada en suma. Es asombroso que no previeran consecuencias a la gran estafa que llamaron crisis. Al fomento de la desigualdad, a los engaños sostenidos, al egoísmo y la crueldad extrema que se ha enseñoreado de nuestro mundo, a la pérdida de principios. Ciertamente, de los escenarios previstos como reacción, Trump es el peor. Y todavía no hemos visto sino el principio de su mandato.
Ha sido lo que un profesor francés, Jean-Claude Michéa, llamó “La escuela de la ignorancia”, la docente y la que emana de los medios de la banalidad. De recortar sistemáticamente en cultura y disuadir el pensamiento crítico. De imponer como valores supremos el dinero y el triunfo. Sin escrúpulos a la trampa. El triunfo y la trampa. Trump como metáfora. Ya saben, “si sueñas, loterías”, dice la administración del PP.
Los medios norteamericanos y muchos europeos son conscientes de lo sucedido. La amenaza a la libertad de expresión, a la verdad, que todos los Trump suponen. Buena parte de los españoles no, con esa visión local que quieren seguir adaptando a sus intereses cualquier oportunidad. Trump ataca a los medios críticos, no a los que están al servicio del poder. Fox no tiene problema alguno, es su modelo. Una sensible diferencia.
Es fácil imaginar, aquí, las reuniones de directores, adjuntos a la dirección, Consejos editoriales, jefes de opinión y opinadores, buscando culpables externos de lo que se labraron para sí y para la sociedad. Como reyes destronados cargados de rabia, sin asumir errores. De paso que alertan contra Trump, lo hacen contra enemigos de sus privilegios, como si formaran paquete. No han dejado ni un resquicio al hartazgo de la ciudadanía. Y termina pasando factura.
Lo mismo –y muchas veces en comandita– que los políticos tradicionales y asimilados. Burdas maniobras han prolongado la agonía del bipartidismo, y sobre todo de unas políticas y unas éticas difíciles de asumir. Todos los días tenemos muestras de esa desvergüenza, que también ha sembrado aquí la desigualdad, la mentira, la superficialidad y el abandono de grandes capas de la sociedad. Todos los días. Con salvadores de las esencias como la presidenta andaluza Susana Díaz, sin empacho en declarar que el fiasco de su partido, el PSOE, en los últimos meses “es el peaje que hemos pagado por proteger la democracia”. O el presidente aragonés Lambán, a quien le parece una “mala noticia” la elección en Francia a través de primarias de Benoît Hamon por ser de izquierdas. Con un 5º puesto en las encuestas tras el paso de Hollande y Valls.
La política que nos trajo hasta aquí, hasta los Trumps, no entiende que el proceso es al revés: sus errores acarrearon estos lodos. Y lo que es todavía peor, no son conscientes de lo que Trump implica en el mundo. Tenemos al Gobierno y sus socios de la gran coalición sin preparase como están haciendo en otros países, tal como contaba aquí Carlos Elordi.
No descartemos la labor de quienes, conscientemente o no, normalizan a Trump comparándolo con otros dirigentes fatídicos. Claro que aquí mismo, en España, hay vallas y con cuchillos cortantes, y que tenemos muertos visibles como los 15 jóvenes del Tarajal y muchos otros. Que trabajadores pobres, con empleo, tienen que acudir a comedores sociales como en EEUU. Pero Trump es la misma amenaza que sacudió Europa en los años 30, la que destruyó Europa. No verlo es otra cortedad de miras. Ante peligros graves hay que priorizar los objetivos.
Los fabricantes de Trumps siguen en activo, ni mucho menos han desenchufado la máquina. Quienes reaccionan a sus atropellos en América y otros continentes, están evidenciando una fuerza y determinación que no se veía en décadas. La campaña de #resistencia va a ser dura y larga. Los ciudadanos de buena voluntad deberían de saber cuándo y para qué abren el grifo. Ya nadie está a salvo de los Trumps.
Rosa María Artal
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