1
El primero hizo harta poesía –de los tigres, de espejos y laberintos. Èl, el segundo, una docena de cuentos y una mini-novela –hecha de muertos y fantasmas, susurros y tonos en sombra.
Uno quedó ciego –dicen: enfermedad de familia. Yo opino que muchas Bibliotecas. El dos murió silenciosamente. Pronto.
2
Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno confesaba: “Yo nada escribo. Solo transcribo lo que me cuenta mi tìa. Como ella se murió, ya no escribo nada”.
Jorge Luis: “Yo soy el puro escritor argentino. Porque leo todo de todo el mundo, y veo còmo me queda después lo mìo”.
“¡Diles que no me maten!”, aulla uno; “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, balbucea decidido el otro.
3
En los 60 del siglo XX, “ser latinoamericano en la literatura era como ser màs o menos “real-màgico”. Puras hojarascas de sur amazònico, todas las sangres cabalgando las sierras andinas del Perù, o paseando el Quartier Latin repitiendo: “Escribo mejor Buenos Aires porque vivo en Parìs”.
Despuès, en Chile, cierta “nueva narrativa” como buscando “quièn-es-este-pais-fin-de-siglo”. Hasta que sobreviene Bolaños. Y las sangres latinas-americanas se repletan de “todos los nombres, todas las latitudes” <de Ciudad Juarez a una localidad polaca impronunciable>.
4
Los dos se miran frente a frente. Uno mira, el otro se diría “ve-por-los –oidos”. Los teóricos y críticos disputan, se celan, postulan compitiendo a las mismas “pegas”.
Los creadores son como enamorados:
RULFO: Maestro, soy yo. Qué bueno que ya llegó…
BORGES: Ya no puedo ver a un país, pero lo puedo escuchar. Y escucho tanta amabilidad. No me llame Borges y menos «maestro».
RULFO: Dígame entonces Juan.
BORGES: Juan. Cuatro letras breves y definitivas. La brevedad ha sido una de mis predilecciones.
RULFO: Pero Jorge Luis, ¡sólo existe “Borges”!
BORGES: Usted, ¿cómo ha estado últimamente?
RULFO: Pues muriéndome por ahí.
BORGES: Entonces no le ha ido tan mal. Imagínate Juan lo desdichados si fuésemos inmortales.
RULFO: Sí. Anda uno la vida por ahí muerto haciendo como si.
BORGES: Te voy a confesar un secreto. Mi abuelo, el general, decía que no se llamaba Borges, que su nombre verdadero era otro, secreto. Sospecho que se llamaba Pedro Páramo. Soy pues una reedición de lo que escribiste de Comala.
RULFO: Así ya me puedo morir en serio.
Pàramo, el maldito asesino y el adorado amante de los crepúsculos en el desierto. Y en el jardín de los senderos, desde la calle Chile de Buenos Aires centro, bifurcándose hacia las pampas interminables al weste del mundo.
Los infinitos muertos, las infinitas letras. Los solitarios y sus laberintos. Sin Nobel y sin Casa de Las Amèricas.
Jacques Derrida mateando apenas en el departamento de Borges / Marìa Cecilia Sànchez redescubriendo en filosofìa a uno que le espeta: “¿No oyes ladrar los perros?”
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