El pasado 22 de marzo se celebró el Día Mundial del Agua. Este año el lema fue “El saneamiento importa”. Cerca de 20.000 niños menores de cinco años mueren todos los años en la zona Caribeña, víctimas de enfermedades diarreicas agudas provocadas por la falta de higiene asociada a infraestructuras inadecuadas de saneamiento y la ausencia de agua segura, en África mueren cinco de ellos cada minuto por los mismos motivos.
Cuando llega la Semana Santa, sea en el mes de marzo o en el mes de abril, la bendita lluvia acostumbra a acompañar a los sufridos viajeros que llenan nuestras carreteras. Las esperanzas de regresar tostados y ufanos por haber adelantado las mieles del verano, se funden con la insistencia de las nubes por cumplir las rogativas recibidas días antes por la escasez de agua en los pantanos o la sed que sufren frutales y tomateras.
Es tanta la ilusión por lucir el primer bikini o tomarnos la primera cerveza de chiringuito, que nos olvidamos de que, apenas un par de días antes, los bustos del telediario anunciaban que los pantanos andaban más bien escasos y nos mostraban agrietadas y secas tierras sedientas del líquido elemento.
Nadie se confesaría ajeno a la delicada situación que supone la falta de agua y sin embargo – humano es – se tienen otras prioridades dependiendo de gustos, preferencias y latitudes… y también de bolsillo. Por diversos motivos, el anuncio vacacional, aparca las necesidades sociales y los entresijos financieros y manejos políticos de las constructoras de campos de golf en lugares de secano, para que casi todo el mundo saque al trotamundos y al creyente que lleva dentro o elija huir del mundanal ruido refugiándose en una playa, en un paisaje pastoril o entre los tambores de la “rompida”. Para todos ellos mis mejores deseos.
Pero se olvidan unos y otros que andaban hacia pocos días rogando al cielo que lloviera lo necesario para llenar pantanos y limpiar conciencias y el cielo, esta es su obligación, les ha bendecido con el don de la lluvia…con algunos días de retraso y ahí empieza el drama.
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Los que optaron por la playa maldicen el tener que refugiarse en casa, los de la montaña argumentan que se les inunda a huerta y los devotos que se les mojan las imágenes y entonces empiezan de nuevo las rogativas pidiendo lo contrario: los bañistas, que salga el sol; los campestres que cese la lluvia y los piadosos que haga una noche estrellada para sacar a sus imágenes. ¿Pero en qué quedamos?, clama el cielo con toda la razón del mundo. ¿No quería el bañista descanso?, pues refúgiese en casa y haga la siesta. ¿No pretendía el bucólico admirar bellos paisajes?, pues nada hay más hermoso que un melancólico atardecer de hojas y flores bañadas por las cristalinas gotas. ¿No exigía el devoto hacer penitencia?, pues que mayor purgatorio que no pasear con su cofradía o no lucir la estilada peineta.
Además, se cumple el objetivo primordial que era el de que se llenaran los pantanos. ¿O no era eso? Nadie impide al bañista que tome baños de agua… de lluvia, nadie se opone a que el turista agreste escale la colina con su chubasquero para la ocasión. Nadie nos critica el recogimiento piadoso en nuestras casas.
Tal vez lo más frustrante para sus incondicionales sea que la Semana Santa no lo es tanto sin los desfiles procesionales. Privados de los hermosos pasos que portan los penitentes, muchos de ellos – me refiero las policromadas figuras -, verdaderas obras de arte, los cofrades y seguidores lloran la ocasión perdida. Sé lo emocionante que es presenciar una procesión, lo difícil que resulta cantar una bella saeta a capela, la esperanza tradicional y devota de los cofrades bajo sus capirotes y mantillas y entiendo su “desesperación” por no poder realizarlo en condiciones. Pero no volvamos loco al cielo pidiéndole y requiriéndole una cosa y luego lo contrario.
Seamos sensatos y analicemos nuestros comportamientos. Ver a un niño llorar porque no podrá lucir el capirote es tierno y sería triste si no fuese porque en aquel mismo momento están muriendo un centenar de niños como él, de sed. Que les eduquemos con respeto a unas creencias, me parece una opción digna de todo respeto; sin embargo, que les induzcamos al fanatismo simbólico y a la ilusión del lucimiento, disfrazada –nunca mejor dicho – de piedad y devoción o que vean a sus mayores diciendo que han estado toda la noche rezando para que no lloviera, no sólo no es absurdo, empieza a ser peligroso. Fundamentalista e inútil.
La ilusión de cualquier ser humano puede ser un camino a una felicidad temporal, cuando esta quimera se espera durante todo un año la desilusión puede ser frustrante, entendible en su entorno, pero no comparemos ilusiones con necesidades o con obligaciones. Se puede llorar de dolor o de impotencia ante lo irremediable cuando esto afecta a nuestras vidas o a la de las personas a quienes amamos, pero cuando eliminan al equipo de los millonarios, cuando gana el Hamilton o cuando nuestro actor favorito se divorcia, no debemos hacerlo, más que llorar debemos esbozar una sonrisa ante tamaño “fatalismo” y decir: ¡la madre que los parió! y por supuesto no debemos rezar para que el Chiki, Chiki gane la Eurovisión o para encontrar entradas para el concierto de nuestro cantante predilecto. Si miramos al cielo y le pedimos estupideces, el cielo, que ya escucha pocas veces, acabará por volverse sordo.