Sin embargo nuestro espíritu y nuestra personalidad se forma con otros elemento, digamos químicos, cuyos componentes no se encuentran en la Tabla Periódica de Elementos. Nuestro espíritu se enriquece de sensaciones y sería muy difícil, por no decir imposible, averiguar el peso atómico de cada una de ellas.
Uno de esos factores que llenan nuestra batería sensitiva es la música. Desde que el mundo es mundo la música ha sido uno de los componentes básicos de cualquier entorno. El viento ya silbaba cuando éste era un planeta sin vida; las primeras gotas de lluvia formaron la primera melodía, el deshielo la primera sinfonía y el choque de los aerolitos las percusiones más sugerentes. Luego, el crepitar de fuego, los primeros cantos de las ballenas, el piar primigenio de un dinosaurio cuando todavía era ave, todo música. La primera nana en una cueva remota de Atapuerca. Música, armonía y más música.
Por tanto no es de extrañar que, además de nuestras circunstancias, seamos lo que somos merced a la música. La mayor parte de nuestros recuerdos, sobre todo y afortunadamente, los más felices o los más especiales, están ligados a una canción. ¿Cual era la pieza que bailaban cuando se conocieron? ¿En qué concierto lo pasaron tan bien? ¿Qué banda sonora les causó tanta impresión? ¿Qué melodía les anima, cuál les entristece, qué cántico les emociona? Repasen los instantes de su vida y en muchos de ellos encontraran por activa o por pasiva la armonía de aquel momento.
Y somos música por que cada uno de nosotros se comporta – aún sin quererlo – como una composición musical. Reconozcan que tienen un amigo, por lo menos, con vida de tango. Sonrían, pero denme la razón cuando les asegure de que en sus vidas existe una persona que es el rey o la reina de la improvisación; capaz de manejar todos los estilos y fundirlos según le convenga, como en el jazz. Y que me dicen del bolero ¡qué ciertas las palabras del poeta: alma de bolero! Porque no me negaran ustedes de la existencia en su entorno de este tipo de almas que hoy están eufóricas – de ahí viene el nombre, de volar – y al día siguiente están rotas, desesperadas, pero dispuestas para comenzar de nuevo el ciclo.
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Precisamente, el bolero desciende de la habanera y ¿quién no tiene en sus vidas una relación de amistad, de amor o de familia, cadenciosa y de tempo lento pero cálida y apasionada como la mejor de las habaneras?
No obstante, el tiempo y sus componentes pueden hacer variar esa melodía con la que nos sentíamos representados. Nadie toca el mismo son durante toda su vida, al igual que las armonías de las piezas musicales sufren cambios que las colocan en otro género musical distinto para el que estaban pensadas. En unos casos les podríamos llamar evolución y en otros, decadencia, pero en los más la acepción tiene un nombre para mi terrible: estancamiento.
Tanto las músicas como los hombres – por extensión – tiene ese enemigo implacable. Ustedes me dirán que un clásico no precisa de evolución y aunque el paso de los tiempos lo conviertan en decadente lo es en toda la grandeza, como si habláramos de la antigua Grecia o de la Corte Faraónica. Por tanto en este punto mis conjeturas comparativas sobre la música y el hombre encuentran su excepción que no hace sino confirmar la regla. Los seres humanos debemos tender al progreso y a la evolución. Aquí no hay clásicos o nos renovamos con nuevas melodías o acabamos de entonar nuestro propio Miserere. Porque no se trata como en el Salmo de David de cantar misericordia, se trata de interpretar mejor nuestro propio canto.
Nuestras vidas, que son los ríos que van a dar a la mar y son los trinos que nos proporcionan felicidad, son complejas y hay que cantarlas en coro. A nuestro enderredor se mueven otros seres humanos que pretenden que les escuchemos, que armonicemos con ellos. No podemos ser solistas de por vida ni tampoco podemos dejar que nuestra voz se apague porque ya nadie escucha. Somos música y se supone que música alegre y coral.
Saben, un día uno se despierta y se da cuenta que ya no conversa con los que convive, que sus gustos son distintos a los de las personas que suponía amar, que prefiere que regrese el lunes, que las vacaciones pueden ser una fuente de problemas… que no se ríe a mandíbula batiente, que ya no es ocurrente; que desentona. Y usted puede preguntarse ¿desafino yo o lo hace el coro? La respuesta es sencilla: Amigo, usted hace ya tiempo que no canta bien.