Alguien me contó, tal vez lo leí o tal vez lo soñé, que los sueños son vivencias acaecidas en otro Universo, sólo dimensionalmente distante del nuestro. Lo cierto es que la liviana línea entre lo real y lo onírico es tan tenue, como la fragancia de la flor que nos dan a oler por un instante y que sin embargo, puede perdurar en nuestro recuerdo indefinidamente; así se comportan los sueños.
Me gusta presentir aquel momento, cantado por los poetas, en el que Hypnos (el Sueño) y Nyx (la Noche) concibieron al “hacedor de los sueños”, es decir a Morfeo. Desde entonces, todos los humanos paseamos nuestro subconsciente por los paisajes de la inspiración, la creación, el deseo e incluso el miedo o la precaución a través de la ensoñación espontánea. ¿Son avisos? ¿Especulaciones del alma? ¿Proyectos vitales en proceso? ¿Aspiraciones o frustraciones de la psiquis? ¿O tal vez se trate de vidas paralelas? Lo que sí es seguro es que si tuviésemos la capacidad de interpretarlos, la información proporcionada sería inconmensurable. Imaginemos que pudiésemos llevar fácilmente a la práctica habitual el adagio de: “Voy a consultarlo con la almohada” y de ese modo dejar que fuera nuestro fuero interno quién, cual “Oráculo de Delfos”, nos indicara el camino a seguir.
Sin embargo, la oniromancia no está al alcance de todos, sus claves son muy complejas porque están escritas con los jeroglíficos del alma y colgadas en el laberinto del cerebro. Tomar conciencia de los avisos de nuestro subconsciente es otro de los retos del travieso Morfeo y no obstante, todos hemos tenido premoniciones, advertencias y experiencias, acunados en sus brazos. Desde la premonición iniciática de un chamán a las profecías de José, pasando por el sueño de la razón de Goya, todo, nos lleva a suponer que el ser humano dispone de un “avisador de acontecimientos” que en algún remoto pasado dejó de utilizar y que se atrofió con el tiempo. Pero conservamos en nuestra memoria aquel poder conversacional con el “hacedor de los sueños” y por eso nos resulta tan atractivo y fascinante este diálogo con nosotros mismos.
Las estructuras de los sueños son confusas, analizar sus contenidos y entender qué se esconde tras su simbología, precisa de un riguroso examen de lo evocado – si es que lo recordamos-, porque en esto radica gran parte del misterio de lo onírico, acordarse de lo soñado para poder tomar consciencia de ello. Investigadores de todos los tiempos han tratado de hallar respuestas prácticas al sueño lúcido, el psicoanálisis, las aplicaciones terapéuticas o las controvertidas experiencias místicas, son algunos ejemplos. Algunas tribus que todavía conservan sus virtudes atávicas, creen en la coexistencia de un mundo permanente al otro lado de lo consciente. Desde los Senoi malayos a ciertas tribus amazónicas, el arte de compartir los sueños les ayuda en la toma de decisiones y en muchos casos, esa complicidad evita los conflictos y ayuda al entendimiento.
Para el gran Homero, la casa de los sueños tiene dos puertas, una es de marfil y por ella aparecen las visiones halagadoras y a menudo engañosas; la otra es de cuerno y por ella circulan los sueños verídicos, los avisos interiores; pero además, la casa, tiene innumerables ventanas y pasadizos que se asoman y nos conducen al pasado, al futuro y sobre todo, a interpretar el presente. Para autores más modernos, el sueño es una dramatización del subconsciente y como todo buen libro tiene los cuatro pilares esenciales: Presentación de los personajes, trama, desarrollo y su conclusión. Lo genial de la situación es que, el durmiente, observa la representación como espectador, pero también como protagonista e involuntario autor. Una obra única e intransferible.
El soñador habita en el útero de su propio sueño. Trasmitir la emoción su emoción es abrir nuestro subconsciente, parirnos a nosotros mismos; por eso un relato, un artículo, un cuento o una historia basada en la “realidad” de un delirio o en la “fantasía” de una ensoñación, tiene doble mérito. Contar un momento de la vida de alguien, describir un paisaje, transmitir una sensación, un olor, un estado de ánimo, son algunos de los contenidos de cualquier obra literaria; llegar al lector, despertar sus sentimientos, almacenar en sus recuerdos nuestras líneas, está reservado sólo a unos cuantos; alcanzar al recóndito jardín de su subconsciente, afincarse en sus neuronas y formar parte de sus sueños, sólo lo consiguen los elegidos. Y lo mejor de todo es que nunca son los mismos, porque cada soñador elige a su Morfeo.
Nadie sabe, al relatar un sueño o su quimérico entorno, a quienes vamos a emocionar y a motivar. Es como contar algo que hemos soñado para ser soñado, trasmitir lo onírico a las cuartillas para que al ser leído se convierta en argumento para otro ensueño, con los particulares añadidos de cada evocación. Así, independientemente de la calidad literaria, el interés de la historia o la belleza con que esté plasmada cobrará todo su sentido con su interpretación onírica, que será distinta para cada individuo. Por un instante, el escritor o la escritora, se convierten en Morfeo y la lectora o el lector en noveles nigromantes, expertos en la interpretación de los sueños de otros. Cálida y feliz simbiosis. Tal vez en eso resida la inmortalidad, en soñar y evocar vidas sin llegar a poder a saber nunca para quienes serán sólo ensoñaciones y para quienes serán parte de su existencia. Lo importante, amigos, es soñar para contarlo.
Desvelar cómo son los sueños propios no es el simple comentario matinal frente a una taza de café, contar nuestras experiencias visionarias es un ejercicio de confabulación, un complot entre amigos, para que dispongan de nuestras ilusiones y también de nuestras pesadillas. Compartir sueños es entrar en nuestras mentes con efectos de telepatía diferida; meterse en la cama con Morfeo.
Pero… ¿Quién les asegura a ustedes que me están leyendo? Tal vez me leyeron ayer y lo están recordando, quizás lo estén soñando, adormecidos por el pésimo programa televisivo. ¿Están seguros de que alguna de las fábulas que les cuento no han sido soñadas por ustedes mismos? ¿Existimos o nos estamos soñando? ¿Y si nos soñamos, cual es nuestra realidad?
Perdonen todas estas dudas que no son más que preguntas al viento de un soñador, un rebelde siempre con causa, que nunca quisiera perder esta capacidad de volar y lo que es más importante: la seguridad de que despertaré. Dulces sueños.
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