Mientras tanto a estas mismas horas y en otras latitudes, cientos de niñas trabajaban por cinco euros mensuales en talleres de confección para patronos europeos y norteamericanos que pretenden pasar entre sus sociedades como generosos filántropos.
Nuestro país, como tantos otros tocados por la crisis, tiene que ver a sus jóvenes marchar para buscar un trabajo digno, los que se quedan tienen que conformarse con empleos precarios, mal pagados, que incluyen trabajos en festivos, y horarios que exceden a lo contratado. Si además el empleo es en una multinacional de éxito y de grandes facturaciones, el salario y las condiciones empeoran, salvo que seas directivo, pariente o correligionario. Todo, bajo el “consentimiento” explicito de los poderes públicos, que aparentemente y presuntamente se regocijan de que cada vez haya más diferencias sociales. No es de extrañar que, en ocasiones, a sus directivos la conciencia no les deje dormir en paz – otros ni la tienen – o tal vez quieran limpiar su imagen y entonces se convierten en filántropos que hacen donaciones sociales.
Bienvenidas sean esas prebendas si van dirigidas al bien público, claro está que las podrían dedicar a mejorar las condiciones salariales de sus empleados o a instalar fabricas en su patria o destinarlas a becas para los hijos de sus empleados, pero si el objeto de esta libre donación sigue otros derroteros preferidos por el donante, bien está; siempre y cuando sean útiles y eficientes a la sociedad y sean coherentes con las políticas sanitarias, educativas o formativas del país. Regalar barcos de recreo para jubilados en Madrid no tiene sentido.
Cuando el donante es generoso y altruista, sus donaciones son anónimas porque prima la intención sobre el beneficio sea fiscal o personal. Como ejemplo tenemos a los anónimos donantes de órganos que salvan vidas y su gesto de incalculable valor es superior, en mi opinión, a cientos de millones de euros. No obstante, si el generoso donante quiere hacer público su gesto para desgravarse u obtener el reconocimiento público está en su derecho, pero no es un mérito. Dar de lo que te sobra en la abundancia es un acto de caridad, pero dar lo que te supone un gran esfuerzo o incluso te ha supuesto perder la vida es un verdadero gesto de admirable desprendimiento.
Estos días pasados alguna de estas donaciones de próceres ricos y cresos ha levantado recelos y controversias; sobre todo, cuando el objeto donado es, según los entendidos, de dudosa efectividad. Las gentes han tomado partido por una u otra postura como si se tratara de nuevo de decidir sobre el sexo de los ángeles. Desairados periodistas han llamado imbéciles y gilipollas a los que no opinaban positivamente sobre la bondad del magnate. Según ellos, hay que aceptar lo que sea, de la forma que sea y para lo que quiera el personaje. Me gustaría decirles a esos plumillas mamporreros que, guste o no guste, y a pesar de todo, somos una país de libre opinión y hasta ellos habrán aborrecido mil veces el inútil regalo de tía Gertrudris que acabó en el cuarto trastero, en la buhardilla o en el bunker anti radiación de un hospital.
En resumen, no queremos que nos duerman con cuentos de hadas; que los ricos dejen de explotar a las gentes humildes y que coticen que el País y no Irlanda o en otro paraíso fiscal. Lo demás huele a ego personal y a escaqueo. Los verdaderos generosos son aquellos que sin esperar nada tratan de ayudar a sus semejantes, como Ignacio Echeverría, el héroe del monopatín o ese donante anónimo que ha fallecido esta mañana y que esta noche salvará una vida.
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