En este proceso, será necesario tomar decisiones: nos dejamos engullir por el sistema del más fuerte o nos situamos de nuevo junto a las luchas sociales, retomando los principios de la solidaridad internacionalista que parecen haberse perdido en el camino del desarrollo. Dicen que son malos tiempos para la solidaridad internacional; que en épocas de crisis hay que preocuparse primero por «lo nuestro». Lo dicen los gobiernos, los medios de comunicación e incluso parte de nuestra gente más cercana. Pero… ¿qué es «lo nuestro»? La era de la cantidad de información es también la de la desarticulación sistemática del pensamiento, la ética y las resistencias.

Este es el mundo en que vivimos.

Nos hemos acostumbrado a que un uno por ciento de la población acumule más del 40 por ciento de la riqueza, a que a consecuencia del hambre mueran más de 37.000 personas cada día, a que aumente día a día lo que se ha de nominado la humanidad excedente, a que el 20 por ciento de los seres humanos (incluido nuestro deprimido país) consuma el 80 por ciento de los bienes naturales y se especule con ellos en la Bolsa mientras se agotan progresivamente. El mercantilismo coloniza los lugares hasta ahora más inexplorados, desde el Yasuní o el Ártico, hasta nuestras más íntimas conversaciones.

Este verano en Oriente Medio han sonado nuevos tambores de guerra. EEUU sigue su hoja de ruta para controlar todos los puntos estratégicos del petróleo y juega a la Guerra Fría con Rusia.

China mantiene un discreto segundo plano mientras intenta calmar su sed en otras regiones: el Gobierno ecuatoriano anuncia la decisión de explotar los yacimientos de la reserva amazónica del Yasuní: desenterrar el petróleo y enterrar la propuesta más emblemática de responsabilidad socio-ambiental de la última década.

El primer ministro del Japón olímpico cree necesario «educar» a su población sobre la necesidad de retomar la energía atómica cuando aún están tratando, en vano, de detener la debacle radioactiva de Fukushima y los sondeos muestran más de un 70 por ciento de rechazo. Aunque la comunidad científica confirma las peores hipótesis sobre la celeridad e irreversibilidad del cambio climático, la Unión Europea se plantea supeditar «la sostenibilidad a la competitividad». En el Reino Unido David Cameron pide más apoyo público para desarrollar la técnica de la fractura hidráulica para extraer gas: es la única solución, dice, para reducir la factura energética. En el Estado español el Gobierno ha otorgado a las compañías eléctricas la patente del Sol: si queremos captar su energía, habrá que pagar una tasa o hacer frente a multas millonarias.

La malnutrición infantil se cuela como invitada impertinente en la agenda política de nuestro país. Casi un tercio de la población está en situación de precariedad y el FMI nos recomienda que se rebajen los sueldos en un diez por ciento. Objetivo: convertirnos en el low cost laboral de Europa. A pesar de eso, oleadas de personas en pateras cruzan el estrecho de Gibraltar arriesgando la vida, tratando de llegar a este «Sur del Norte».

¿Quién y cómo manda en el planeta Tierra?

Efectivamente, quienes gobiernan no nos representan. Ya hace tiempo que escapan al bien común los acontecimientos que generamos en el planeta y los mecanismos que permitirían corregir el rumbo, permanecen concienzudamente desactivados. El mando de la nave lo han tomado unos engendros agigantados durante varias décadas a base de crecientes beneficios económicos: las empresas transnacionales y las financieras.

Ya en el 2003, el documental La Corporación los describía gráficamente como «entes de conducta psicópata». Estos organismos antisociales, estos dioses del siglo XXI que no dejan de exigir «sacrificios humanos», carecen de algunas de nuestras capacidades básicas como la compasión, la ética del bien común, la responsabilidad generacional, etc. Como máximo, logran esbozar una torpe imitación mediante las campañas de publicidad y eso que llaman «Responsabilidad Social Corporativa».

Esconden su dinero en paraísos fiscales y sus rostros bajo denominaciones crípticas como los mercados o la banca. Pero sus nombres humanos (casi todos de hombres) están en las listas de invitados de Davos (Suiza), Boao (China), al Club Bilderberg o en la Bolsa, donde se especula con el hambre y las materias básicas. Es una finísima capa de la humanidad que se enraíza a través de virreinatos de élites económicas y políticas. Su hegemonía ideológica y cultural se apoya en una combinación entre la moderna promesa del consumo, el ancestral mandato de sumisión al poder y el viejo cuento de que el bien común depende de las sobras del beneficio privado.

Más preocupante aún que la ola de recortes de derechos que estamos sufriendo en estos tiempos es la imposición de relatos, mitos, ideologías y políticas sobre la supuesta salida de la crisis. Al 90 y pico por ciento de la población parece que sólo nos quedea sufrir o aplaudir las alzas o pérdidas de la Bolsa, de la prima de riesgo, de las hazañas de «nuestras» transnacionales, de la Marca España, o del crecimiento del PIB, como victorias o derrotas de «nuestro equipo». Este encadenamiento ideológico de nuestra suerte a la de los «amos», es, sin duda, el obstáculo más importante para salir realmente de la histórica crisis multidimensional a la que nos enfrentamos.

En julio del 36, en una entrevista hecha por un periodista canadiense a Buenaventura Durruti, éste contestaba así a una pregunta sobre el ruinoso país que la CNT podía encontrar después de una supuesta victoria: «Siempre hemos vivido en la miseria, y nos acomodaremos a ella por algún tiempo. Pero no olvide que los obreros son los únicos productores de riqueza. Somos nosotros, los obreros, los que hacemos marchar las máquinas en las industrias, los que extraemos el carbón y los minerales de las minas, los que construimos ciudades… ¿Por qué no vamos, pues, a construir y aún en mejores condiciones para reemplazar lo destruido? Las ruinas no nos dan miedo».

Cualquier líder revolucionario de cualquier tendencia habría contestado con palabras similares en aquella época, pero no parece una respuesta muy convincente aquí y ahora. En la época de la producción y del consumo globalizado, de un «desarrollo económico» construido sobre las ruinas físicas y morales de dos Guerras Mundiales, hay contadísima gente que «produzca» (término discutible) lo que necesita para su subsistencia; ya no hablamos de personas sino de colectivos, regiones y países enteros. Cada vez hay menos gente que «produce» y quien lo hace, es de forma cada vez más deslocalizada, segmentada y específica dentro de la gran cadena global, únicamente controlada por quienes llevan el mando de la nave.

Para satisfacer la mayoría de nuestras «necesidades» compramos todo a los dioses con dinero que también controlan ellos. Ese dinero, del que dependemos, es la cadena invisible que sujeta material e ideológicamente nuestro ingrato destino al del crecimiento del PIB o al imposible pago de la deuda.

Sobran razones para el pesimismo, lo que falta es tiempo. A nadie se le escapa la dificultad y magnitud de esta tarea contra-hegemónica del sí se puede y retomar el rumbo de la nave del bien común. No sabemos con detalle el camino, pero sí que empieza con los primeros pasos.

Aunque los poderes mediáticos no nos lo cuentan, miles de personas y colectivos ya están ensayando formas inclusivas de emancipación y transición en diferentes ámbitos, «localidades» y culturas. Habrá quenecesitar menos y producirlo más social, responsable y localmente. Habrá que tejer la organización, la movilización y todo tipo de procesos, alianzas y movimientos sociales y políticos que permitan sacudirnos esa hegemonía paralizante. Habrá que saber articular lo que ha sido tan concienzudamente desarticulado, ya que nada se logrará de forma aislada.

Internacionalismo contra la crisis global, aquí y ahora

Entre las organizaciones sociales que llevamos años trabajando en la solidaridad internacional también abunda el pesimismo, el desconcierto y el temor ante un futuro incierto. Nos encontramos frente a retos que cuestionan lo que ha sido nuestra existencia hasta ahora. El «ecosistema» en el que habíamos aprendido a desempeñarnos y a encontrar oportunidades para la cooperación solidaria con las organizaciones del Sur ha menguado de la noche a la mañana con el desmantelamiento de las políticas de cooperación.

Pero lo que ese contexto no cuestiona son los motivos y objetivos por los que surgimos y por los que hemos trabajado durante todos estos años. Digan lo que digan, la lucha frente a esta crisis global demanda más que nunca una actitud internacionalista, entendida como un análisis, una praxis y una ética emancipadora global/local.

No podemos quedarnos solamente en la crítica a los recortes, ni en la añoranza de aquel pasado que nos condujo a la crisis actual. Habrá que seguir reivindicando, pero hacia nuevas políticas de cooperación solidaria que comporten un compromiso real y coherente de inserción responsable de nuestra sociedad en este planeta: una política de cooperación internacional para el bien común.

Estamos en uno de esos momentos en que las inercias y el trabajo centrado en la supervivencia a corto plazo pueden ir en detrimento de los objetivos realmente estratégicos, como aportar la perspectiva de la solidaridad internacionalista a los movimientos y procesos emancipadores que surgen y surgirán en nuestra sociedad.

Será complicado que sobreviva el cúmulo de experiencias colectivas de nuestras organizaciones sin trasformar sus estructuras tal como han sido hasta ahora y sin sacudirse el «síndrome ONGD», desmarcándose de entidades y dinámicas que poco o nada tienen que ver con las nuestras. Por separado, ninguna de las organizaciones actuales está en condiciones de plantearse ni siquiera, ser una referencia para este reto. Para ello deberían difuminarse no sólo las paredes que separan a las organizaciones que trabajamos en esta perspectiva solidaria, sino también las que nos separan del resto de movimientos ciudadanos. Se necesitaría que, sin menoscabar dinámicas y objetivos particulares, se planteen unos mínimos principios, objetivos y articulación estratégica común.

Es obvia la importancia de implicarse en, con, de y desde los procesos emancipadores en nuestra realidad más cercana: las mareas en defensa de los derechos, los proyectos sociales alternativos, la defensa del territorio, etc. Pero en la medida que esos procesos vayan avanzando, se hará más evidente la relevancia de la solidaridad, la coordinación, el trabajo en red, la protección y la ayuda mutua con los movimientos de transformación de otras «localidades», tanto las lejanas (países del Sur), como las cercanas (Europa y el Mediterráneo).

Al mismo tiempo hay que ser conscientes de que, como hemos visto, en la dimensión global se sitúan los agentes y las lógicas de las injusticias y las crisis a las que nos enfrentamos. No son dos realidades. Ambos planos forman parte de un mismo y único mundo. No se puede entender ni ver críticamente las causas de lo que sucede, ni las posibles alternativas, sin la capacidad de activar este doble enfoque.

No merece crédito la lucha por la libertad digital si olvidamos que se ejerce a través de unos aparatos con materiales extraídos a través de guerras, violaciones y mano de obra esclava, como sucede en la República Democrática del Congo. No es creíble el apoyo a la lucha por los derechos sociales o ambientales de comunidades en otros continentes, colaborando y uniendo nuestra imagen a la de las empresas-dioses que arrasan con ellos o sin implicarnos en las luchas de aquí.

El internacionalismo entendido, entre otras cosas, como el compromiso heredado de todas las personas, grupos y movimientos, que hasta hoy han desobedecido y luchado contra las guerras, los colonialismos, las imposiciones patriarcales, la explotación, el racismo, la xenofobia, etc., es una ética irrenunciable para encarar todo este trabajo desde un sentido de responsabilidad, equidad y justicia global.

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