En la actualidad, esta imagen sonará bastante rara, pero hace poco más de un siglo era una situación de lo más común. La infancia no era esa edad feliz y acomodada, envuelta en algodones y alejada de la realidad que, una gran parte de los padres actuales, proporcionamos a nuestros niños.

La niña que era entonces mi abuela, apenas fue a la escuela, lo básico para conocer las cuatro reglas. Y bien que lo aprovechó, porque con aquella formación inicial se valió por sí misma más de ochenta años.

A los doce años se marchó a la capital de su provincia a ganarse la vida, tenía muy claro que no quería pasar su existencia pisando barro y cuidando de los animales, o lavando en el río para otros, como siempre hizo su madre. Ella quería prosperar, aprender todo lo que estuviera a su alcance y no depender de los caprichos del tiempo o de las necesidades de las familias más adineradas de Madridanos del Vino, el lugar en el que nació, pegado al norte con Villalazán, al sur con Sanzoles, al este con Toro, y al oeste con Moraleja del Vino y Villaralbo. Nombres que resuenan en mi memoria de las historias que tanto me contó ella.

Incluso Zamora se le quedaba chica con esas ansias de progresar que tanto la empujaban y, a los quince, se animó a asomarse al Cantábrico, ella que nunca había visto más agua que la que lleva el Duero a su paso por Madridanos. Gijón fue el lugar elegido para esa nueva etapa de una vida muy corta pero muy azarosa y, a punto estuvo de dar el salto hacia la otra orilla del Atlántico, la Argentina de tanto emigrantes españoles, que a esta familia siempre le ha tentado aquella tierra, de no haber sido por su aprensión a dejar sola a su madre.

Más de cien años después, algunos de sus descendientes soñamos con encontrar un rinconcito apartado en un pueblo pequeño rodeado de naturaleza y pocos vecinos como remedio a una existencia demasiado urbana, demasiado ruidosa, demasiado complicada, demasiado deshumanizada y deshumanizadora.

De los espacios de encuentro, plagados de oportunidades, escenario propicio para el desarrollo de la libertad, lugares repletos de recuerdos para la memoria colectiva, las ciudades de hoy han pasado a ser emplazamientos inhóspitos y hasta despiadados que han ido echando de sus almendras centrales a los moradores de toda la vida para ser convertidos en nuevos centros de negocio y turismo.

La colonización comercial ha dado como fruto la pérdida de la identidad de esos barrios, antaño llenos de calidad humana, calor y gracia. Ahora se plagan de turistas y rótulos comerciales. Gracias a la aglomeración económica y administrativa se produce una masificación elevada de estos centros que conlleva el aumento del coste de una vivienda. Todo ello provoca el éxodo obligado de sus habitantes con menos poder adquisitivo hacia los barrios más alejados del centro. Gentrificación lo llaman, a esa apropiación indebida de la vida social e individual de unos ciudadanos que se conocían y se apreciaban, que establecían con sus vecinos y su entorno, unas relaciones que, al cabo de los años, terminaban convirtiéndose en familiares.

Todo esto ,más la visión sublimada que guardamos en nuestra retina de una vida más feliz, menos estresante, más plena, más social y más cercana a la naturaleza, nos está llevando a muchos a darle vueltas y más vueltas a la idea de regresar a los pueblos.

Esta de buscar el rincón rural ideal, se está convirtiendo en una necesidad vital para gran número de ciudadanos que, hartos del mundanal ruido de las ciudades, de la deshumanización que provocan las prisas, el aislamiento o la pérdida de la identidad colectiva en el agujero negro de la falta de reconocimiento como seres humanos, miramos hacia atrás, a aquellos pueblos en los que vivían nuestros abuelos con las puertas abiertas y al calor de la comunidad, con una imagen idealizada que nos hace añorarlos.

Aunque el abandono al que han sido sometidos estos enclaves ha tenido consecuencias, todo las tiene, que hacen muy difícil plantearse la vida actual en alguno de ellos, tal vez vaya siendo momento de plantearse que las grandes ciudades ya no dan más de sí para proporcionar a sus ciudadanos una vida verdaderamente humana y que, hay que estudiar medidas urgentes para que, las pequeñas ciudades y los pueblos vuelvan a albergar vida entre sus calles.

Autora: Julia de Castro Álvarez