“Si quieres la paz, prepara la guerra”, ha sido el perverso adagio que, azuzados por los productores de armas, han llevado siempre a efecto quienes han representado el poder absoluto masculino.
Después de la Segunda Guerra Mundial, con millones de muertos por el uso de los más abominables métodos de exterminio, con genocidio y holocausto, todo el mundo clamaba paz. Y así, los redactores de la Carta de las Naciones Unidas la inician de una forma clarividente que debemos hoy volver a situar en el centro de nuestro comportamiento cotidiano: “Nosotros, los pueblos de las Naciones Unidas hemos resuelto evitar a las generaciones venideras el horror de la guerra”. Me gusta insistir en que se atribuye a los pueblos y no a los gobiernos o a los Estados esta gran responsabilidad de evitar las guerras, es decir, construir la paz, y que se hace teniendo en cuenta, como compromiso supremo, a las generaciones venideras.
Y, junto a una Plan Marshall para la ayuda inmediata humanitaria a los vencidos, se establece, antes incluso de la fundación de la ONU en San Francisco, el Banco Mundial para la Reconstrucción y el Desarrollo y el Fondo Monetario Internacional. Y junto a las Naciones Unidas, que representan la paz, la Corte Internacional de Justicia, porque la justicia es requisito indispensable para la paz. Y la alimentación para todos (FAO); y el trabajo (OIT); y la salud (OMS); y la educación, la ciencia y la cultura (UNESCO); y el desarrollo (PNUD); y la infancia (UNICEF)…
El diseño para un cambio radical desde una cultura basada en la seguridad y el dominio a una cultura basada en la igual dignidad humana y la palabra, era impecable.
En la Constitución de la UNESCO se integran los “principios democráticos” para orientar la gobernación a escala planetaria, y se establece que son la libertad y la responsabilidad los dos pilares esenciales de una educación a la altura de la facultad creadora que distingue a todos los seres humanos.
Y para completar la espléndida articulación institucional que asegurara una convivencia pacífica, la Declaración Universal de los Derechos Humanos representa los asideros éticos, los puntos de referencia para la acción.
Pero las ambiciones hegemónicas, la codicia e irresponsabilidad llevaron, como había sucedido en los años 20 con la Sociedad de Naciones a la progresiva marginación e inhabilitación de las Naciones Unidas, ensombreciéndose progresivamente los caminos de la paz y la justicia.
El extraordinario progreso del conocimiento se concentra hoy en menos del 20% de los habitantes de la Tierra, que habitan el “barrio próspero” de la aldea global. El resto, el 80% de la humanidad, sobrevive en un gradiente progresivo de precariedades, invisible, anónimo, sin poder ejercer plenamente las facultades exclusivas de la especie humana.
Las diferencias y las asimetrías sociales se han exacerbado progresivamente y, en dramáticas cifras de balance, se invierten hoy 4,000 millones de dólares diarios en armamento y gastos militares al tiempo que mueren de hambre unas 60,000 personas, de ellas la mayoría niños y niñas de 1 a 5 años de edad.
El 2% de la humanidad posee el 50% de la riqueza mundial (el 0,5% el 35%) y el 50% de la humanidad más menesterosa el 1% de la riqueza. En efecto, más de 3.000 millones de personas viven con menos de 2 dólares al día. Se calcula que 1.100 millones viven con inadecuado acceso al agua potable. De los 2.200 millones de niños que habitan hoy en la Tierra, 1.000 millones viven en pobreza y pobreza extrema… También en la UE, por la debacle de la crisis sistémica, se calcula que en la actualidad unos 130 millones de personas viven por debajo del umbral de la pobreza.
Al haber sustituido el neoliberalismo globalizador a las Naciones Unidas por grupos plutocráticos y los principios éticos por las leyes mercantiles, la gobernación del mundo en manos de unos cuantos países ricos ha desembocado en la incapacidad para hacer frente a conflictos que apelan a la conciencia de todos los ciudadanos, como las tragedias que se viven en Palestina, en Siria,… al tiempo que mafias internacionales, narcotraficantes y terroristas campan a sus anchas, en el espacio supranacional, con total impunidad.
El desarme nuclear, la atención al medio ambiente, la transición desde una economía de especulación, deslocalización productiva, insolidaridad fiscal y guerra a una economía de desarrollo global sostenible y humano, que cumpliera las grandes prioridades –alimentación, agua, salud, educación- ya establecidas en 1945, requieren un auténtico clamor popular, la movilización global, presencial y virtual, de quienes hoy pueden dejar de ser súbditos y ser ciudadanos, y pasar de espectadores impasibles a actores comprometidos, implicados.
Es necesario e inaplazable proceder a una refundación del Sistema de las Naciones Unidas que permita la instauración de la democracia genuina -personal, local, nacional, regional e internacional- como marco imprescindible para el pleno ejercicio de los derechos humanos.
No hay otra forma de celebrar el Día Internacional de la Paz que procurando que el “día” se convierta en todos los días, y que actuemos convencidos de que el tiempo oscuro y largo de la obediencia y la sumisión ha terminado.
Se avecina la gran inflexión, la “revolución espiritual” de la que nos hablaba Federico García Lorca en abril de 1936.
Todos unidos en favor de la justicia, de la acción apremiante contra la pobreza, las disparidades y asimetrías sociales. Todos a favor de la cultura de paz y no violencia, de la democracia genuina, de, por fin, sustituir la fuerza por la palabra.
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