De ahí que al incluirse el estamento del pueblo entre los participantes, se pueda afirmar que es la primera vez que tal hecho ocurría en la historia de Europa.
Existieron una serie de acontecimientos políticos que terminaron en la primavera de 1188 y que, junto a una tradición jurídico-pública convergente, brindaron el momento oportuno para que la participación ciudadana se uniese a la Curia plena, dando lugar al nacimiento de las Cortes estamentales, que cristalizarían en la Baja Edad Media y perdurarían durante toda la Edad Moderna.
No obstante, las Cortes –entendidas como la reunión conjunta de los estados (también llamados brazos) eclesiástico, noble y ciudadano junto con el rey, para tratar asuntos de interés general, y proveer su solución mediante normas de alcance igualmente general– no surgieron de la nada ni fueron lo que pudiera llamarse un invento. Ni podían serlo, porque en la vida política de los pueblos, las instituciones evolucionan, se apoyan en la realidad existente o pretérita –es decir, en la tradición– para dar lugar a otras nuevas, más perfectas y mejor adaptadas a los problemas políticos que pretenden resolver.
La evolución institucional es el proceso normal, opuesto a la revolución institucional, que implica cambios muy drásticos en el orden político existente, y lleva como consecuencia el derrumbamiento del ordenamiento jurídico y su sustitución por otro nuevo, revolucionario. Este proceso es mucho más raro, y desde luego, no es aplicable al nacimiento de las primeras Cortes.
Veamos por qué.
El rey ejerce un poder propio, denominado regnum, que aplica sobre un territorio, el cual, por extensión, recibe el mismo nombre que el poder del rey: regnum, sustantivo romanceado como reino. Las principales manifestaciones de ese poder son: el mando militar, el judicial, el político y el económico. No obstante en España, y desde los tiempos más antiguos que conocemos con detalle, que son los de la Monarquía Visigoda, el rey nunca ejerce ese poder sólo, sino que es ayudado por órganos que le proporcionan el asesoramiento necesario para una decisión que quiere ser siempre acertada -aunque luego pueda no serlo- y que se imputa siempre al rey.
Algunos historiadores de prestigio suelen decir que «los visigodos hicieron España», esto es, que sobre una base de tradición jurídica a la vez romana e indígena, los visigodos pusieron algo propio que haría de la antigua Hispania algo distinto, dotado de personalidad propia, y cuyos rasgos llegan hasta nuestros días.
Pues bien, en la época visigoda, el rey gobernaba asistido en los asuntos ordinarios por un consejo llamado Aula Regia, aunque también se la conocía por otros nombres como, por ejemplo, Senatus. Cuando los problemas a tratar exigían una deliberación más profunda y más extensa, el propio rey mandaba convocar a la Iglesia en un Concilio –los célebres Concilios de Toledo– y le sometía las cuestiones civiles a tratar en el denominado Tomo Regio. Estos concilios fueron asambleas eclesiásticas, que ocasionalmente se pronunciaron sobre cuestiones civiles, las cuales fueron convertidas en leyes de tal rango mediante un acto normativo especial del rey: la Lex in confirmatione Concilii.
Con la invasión musulmana, se produjo la aniquilación del sistema político de la Monarquía Visigoda dando lugar a lo que suele llamarse una catástrofe absoluta, que consiste en el colapso o derrumbamiento rápido y hacia adentro de un sistema político sin causa aparente. La sociedad quedó abandonada a su suerte, y la lucha armada contra el invasor dio lugar, con el tiempo, al nacimiento de los cuatro reinos españoles: Asturias, que fue luego León, Pamplona, que fue luego Navarra, Aragón, derivado del núcleo condal de Sobrarbe y Ribagorza y finalmente Castilla, desgajada de León en tiempos de Fernán González.
En todos estos reinos encontramos reyes, que ejercen en ellos su respectivo regnum, también ayudados por un consejo que ya no se llama Aula, sino Curia regia. A él pertenecen la familia real así como ciertos nobles y eclesiásticos que el rey quiere conservar junto a él para su servicio. Los nobles, por estar en la inmediación del rey, reciben el nombre de convites (compañeros), de donde se deriva la palabra romanceada condes. Algunos de éstos son enviados por el rey a gobernar en su nombre distritos alejados de la corte, y ejercen –a semejanza de aquél– un poder sobre su territorio o mandación que recibe el nombre de comitatus. Al igual que sucedió con el regnum, el territorio recibe, por extensión, el mismo nombre que el poder en él ejerció: comitatus, de donde deriva la palabra romance condado.
Esta Curia regia se ocupa de los asuntos ordinarios de gobierno, incluidos los de justicia, ya que esta actividad propia del rey, pero que éste jamás ejerce por sí solo, estaba en la Alta Edad Media tan unida a la actividad de gobierno que eran una misma cosa, como solía decir el profesor Alfonso García Gallo. Prepara los documentos reales, juzga los casos que llegan al rey en nombre de éste, le asesora sobre los matrimonios o empresas bélicas; en fin auxilia al rey en la toma de decisiones que siempre se imputan a éste. Esta es su actividad que pudiéramos llamar ordinaria. Porque existe también una Curia extraordinaria, llamada plena, y más tarde pregonada, que es el precedente más inmediato de las Cortes.
No se trata de un órgano distinto, sino de la ampliación de la curia ordinaria o reducida. A ella concurren todos los convocados por el rey, en virtud de una iussio o mandato de inexcusable cumplimiento, salvo por razones de imposibilidad física. Los integrantes son todos los miembros de la curia ordinaria, más los obispos y los condes de las mandaciones. No hay rastro de representación ciudadana, porque precisamente éste es el elemento que significa el fin de las curias plenas y el nacimiento de las Cortes estamentales.
¿Por qué en León?
Una serie de acontecimientos políticos que terminan en la primavera de 1188, junto a una tradición jurídico-pública convergente, brindaron el momento oportuno para que la participación ciudadana se uniese a la Curia plena, dando lugar al nacimiento de las Cortes estamentales, que cristalizan en la Baja Edad Media y perduran durante toda la Edad Moderna.
Y el acontecer histórico permitió que en León, la representación ciudadana se uniese a la Curia antes que en ningún otro reino español. Aunque Castilla reivindicó esta primacía con las Cortes de Burgos de 1169, hoy los historiadores están de acuerdo en que las Cortes leonesas de 1188 contaron con asistencia de ciudadanos, mientras que esta concurrencia no está probada en el caso de Burgos.
En León se celebraron buen número de curias plenas, algunas extaordinariamente importantes por su labor legislativa de alcance general, que a veces nos es conocida y a veces no. Otras lo fueron, simplemente, porque se celebraron con gran ceremonia a comienzos de un reinado. Pero, sea por una razón, por otra o por ambas, lo cierto es que la evolución institucional del reino favorecía, desde tiempo atrás, el nacimiento de las Cortes.
Sin embargo, conviene matizar las cosas, puesto que, en ocasiones, opiniones poco fundamentadas han querido dar a este fenómeno una explicación épica, que puede ser muy hermosa, pero que está fuera de lo científico, ámbito en el que ha de estudiarse siempre esta cuestión.
En efecto, en el año 1017, bajo el reinado de Alfonso V, tuvo lugar en León la celebración de una Curia plena, con el resultado de unos Decreta o normas jurídicas de alcance general para todo el reino. Los textos conservados difieren en cuanto a la fecha: 1017 ó 1020.. Por ello, suele confundirse en el nombre común de «Fuero de León» la edición al uso, que proviene el scriptorium del obispo Pelayo de Oviedo, y que incluye, junto a normas territoriales, los preceptos de ámbito municipal restringidos a la ciudad de León, pero se trata de cosas distintas.
Si al ciudadano de hoy no le llama la atención la promulgación de normas generales en una Curia plena, el especialista debe subrayar la excepcionalidad de este hecho, ya que el Derecho de la Alta Edad Media está caracterizado por su particularidad –normas de una ciudad, costumbres de una tierra– frente a lo excepcional del hecho de la promulgación de normas para todo el reino. Pero aunque también se dieron éstas en 1188, la semejanza no va más allá, ya que entre 1017 y 1188 no se dan las afinidades de fondo ni las coincidencias redaccionales indispensables para considerar que los Decreta de 1017 son un precedente de los Decreta de 1188.
Con tales salvedades debe registrarse el acontecimiento de 1017 y son muy parecidas las que deben efectuarse con respecto a otro acontecimiento fundamental, igualmente acaecido en León en 1055: el Concilio de Coyanza. Aquí las circunstancias son algo diferentes: se trata de una asamblea plenamente eclesiástica, a la que asistieron doña Sancha, reina de León y su esposo Fernando I, quien asumió el regnum en su nombre, después de haber vencido y muerto a Bermudo III, cuñado suyo. También hay duplicidad de textos y de fechas, pero la de 1055 puede establecerse como definitiva.
En Coyanza no se trataba de proveer a cuestiones civiles, aunque éstas se plantearon con un alcance más bien marginal, sino de restablecer la disciplina eclesiástica, sacramental y litúrgica. Los textos difieren en cuanto a la redacción de los preceptos, lo cual tiene una explicación totalmente lógica: el bracarense está destinado al uso y ámbito eclesiásticos, mientras que el ovetense es una redacción más lacónica del bracarense, presentada al rey para su refrendo, de modo semejante a las leyes en confirmación del Concilio que se dieron en la época visigoda. Los preceptos coyantinos de 1055 fueron de alcance general, pero de índole distinta que en 1017 y 1188: aquéllos eran fundamentalmente eclesiásticos, mientras que estos dos ordenamientos eran de carácter civil. Y en la generalidad normativa se acaba la semejanza, pues Coyanza no fue una curia plena, sino un concilio.
Algo diferente, y quizá más próximo a lo que ocurrió en 1188, es la gran Curia solemne celebrada en 1135, después de la coronación de Alfonso VII en León. Las noticias y crónicas que de aquella reunión se tienen no aluden a un resultado normativo de la misma, aunque éste no puede descartarse. Van orientadas a resaltar la grandeza del acontecimiento, pues durante tres días el rey, junto con los obispos y nobles, se dedicaron a examinar, sucesivamente, los asuntos concernientes a Dios –esto es, de ámbito eclesiástico– al rey y al pueblo. Verosímilmente, éste no participó en la asamblea, pero el cronista ofrece ya una estructura tripartita no de la composición de la curia, sino de los asuntos tratados en ella, que constituyen la suma de las preocupaciones políticas del rey: asuntos eclesiásticos, asuntos políticos y -con todos los matices que se quiera- asuntos sociales.
Es posible que sea aquí donde comenzó a calar la idea de que estas asambleas, para ser completas, deberían contar con la asistencia de cada uno de los estamentos concernidos: el clero, la nobleza y los ciudadanos. Y esto no se inventó en Inglaterra sino en León.
Pero las cosas no estaban aún maduras para ello. Incluso en 1178, el rey Fernando II de León, padre de Alfonso IX, celebró, por el mes de septiembre de ese año, una curia en Salamanca, a la que asistieron los obispos y los barones, sin que se mencione expresamente a los ciudadanos. Pero sí que hubo un resultado normativo de alcance general: el documento nos dice que en esa curia, el rey reguló firmemente las instituciones de su tierra mediante decretos, que hoy por desgracia desconocemos.
Pues bien, si tan sólo diez años antes de 1188 no se apreciaba aún la necesidad de incorporar a los ciudadanos a las reuniones de la curia, ¿qué ocurrió en esa fecha para que tan importante acontecimiento se produjese? Es necesario, por tanto, aludir a esos acontecimientos políticos que cristalizan en la primavera de 1188.
Un estudio del profesor Julio González ofrece una guía segura de aquéllos que, debidamente interpretados, permiten explicar las cosas. En 1165 el rey de León Fernando II se había casado con Urraca de Portugal, si bien el impedimento de parentesco entre los cónyuges no había sido dispensado. Seis años más tarde, el 15 de agosto de 1171, nace Alfonso, quien habría de heredar el trono de su padre con el ordinal IX. Pero aunque probablemente los reyes esperaban obtener la dispensa jugando la carta de los hechos consumados, Roma no cedió, por lo que Fernando y Urraca se separaron en 1175.
El rey procuró aliviar su soledad, primero con Teresa Pérez de Traba durante un corto tiempo, y luego con Urraca López de Haro (1182). Esta unión fue un éxito hasta la muerte del rey, éxito al que no debieron ser ajenos, ni los encantos de Urraca, ni la alta alcurnia de su familia. Urraca llegó incluso a expedir documentos en nombre del rey en 1187. Esa primavera, ambos habían contraído matrimonio. Obviamente, la posición de Alfonso en la corte debía ser muy difícil en cuanto concierne a las relaciones con su padre y con Urraca. Esta era madrastra de Alfonso, y una madrastra muy raramente suele dejar de comportarse como tal respecto de los hijos anteriores de su marido.
No es descabellado suponer que Alfonso sería frecuentemente humillado, y que, en los roces que pudiera tener con Urraca, el rey daría sistemáticamente la razón a su mujer. Para hacer las cosas aún más negras respecto a Alfonso, existía un hijo, el infante Sancho Fernández López de Haro, no se sabe bien si nacido después del matrimonio, o antes, pero que en este último supuesto, disfrutaba de la condición de hijo legitimado por subsiguiente matrimonio.
En este panorama, que puede calificarse, siendo suaves, de antipático, Urraca planteó la cuestión sucesoria a forales de 1187. Ella, reina legítima, quería que reinase el infante Sancho, legítimo o legitimado, a su entender con mejores derechos que los de Alfonso, fruto de un matrimonio celebrado con impedimento necesitado de dispensa, que nunca fue otorgada. Obvia-mente, la reina quería jugar fuerte, pues no era descabellado pensar que, de reinar Alfonso, no sería precisamente benévolo con ella, y probablemente quisiera desquitarse de las afrentas que recibió. Estas debían continuar a principios de 1188, porque Alfonso, quizá llegado al límite de la humillación, quizá incluso temiendo por su vida, o por ambas razones a la vez, decide abandonar la corte y buscar amparo en Portugal. Pero apenas llegado al confín del reino, recibió la noticia de la muerte de su padre en Benavente, el 22 de enero de 1188.
Quizá la muerte fue repentina y por ello Urraca no tuvo tiempo de ultimar su juego. Lo cierto es que la petición a su hermano para que proclamase rey de León a Sancho Fernández no tuvo éxito: éste sólo se comprometió a defenderla si era molestada por su hijastro. La reina se forjó una especie de castillo de naipes con base a la debilidad del rey Fernando, pero no sopesó las posibilidades reales de que sus hermanos, Diego y García, estuviesen dispuestos a sostener con las armas la causa de su sobrino, el cual quizá gozaba entre los magnates de menos simpatías que Alfonso.
Este, pues, había ganado la partida: era rey de León, pero contaba menos de diecisiete años de edad. Registremos el hecho piadoso de que Alfonso IX mandó desenterrar a su padre del lugar –hoy desconocido– donde yacía, para sepultarlo en Compostela, según su voluntad. Pero vayamos ahora al hecho político importante: un rey joven, con un reino cuando menos dividido, donde unos le miran con simpatía, otros con desconfianza, y otros con indiferencia cuando no con hostilidad.
¿Qué puede hacer un rey en tales circunstancias? el sentido común indica que tomar el pulso al reino, oír a todos y decidir lo que fuese menester ¿Cómo? pues convocando una curia plena.
De esta manera queda explicada la singularidad, la importancia política de la reunión que Alfonso IX convoca en un momento inicial y a la vez crucial de su reinado. Existía en León, desde mucho tiempo atrás, el precedente de convocar curias plenas a principios de un reinado. Existía, además, el precedente de que de las curias plenas se desprendiese un resultado normativo de alcance general. La ocasión, pues, era propicia en todos los órdenes para que esa curia fuese tan especial que se convirtiese en algo distinto, en la primera reunión de las Cortes estamentales.
El aprovechamiento político de un hecho casual
Un documento archicitado, denominado el del cillero de San Martín de Wamba –sin fecha, pero situable entre 1193 y 1217– hace decir al propio rey, que habla en primera persona, que celebró una curia in primordio regni, esto es, en los albores de su reinado, en León y concretamente en el claustro de San Isidoro, donde promulgó sus propios decretos (ubi decreta mea institui) y confirmó los de sus antecesores que debían ser confirmados (et antecessorum meorum decreta confirmanda confirmavi). Dejemos por un momento la cuestión de los decretos propios del rey y los decretos de sus antecesores, y centrémonos en la celebración de la propia curia.
El rey era muy joven, necesitaba apoyos, estaba rodeado de notables con simpatías y antipatías… ¿por qué no apoyarse directamente en el pueblo y legislar oyendo noticias directas de sus problemas? Las cosas pudieron muy bien suceder así, pero importa en este momento, dejar claro el carácter de esa presencia ciudadana en la Curia de 1188. Debió ser una representación no elegida, y limitada a la ciudad de León. Y ello por dos razones: la primera, porque no existen vestigios de elección ciudadana antes de 1220, y la segunda, porque si no estaba prevista la asistencia de ciudadanos -por ser un hecho sin precedentes- mucho menos debió comunicarse a las ciudades que enviasen representantes electos a la curia que iba a celebrar-se en el mes de julio de 1188.
Así pues, la frase inicial de los Decretos de aquélla, que insiste en la presencia de ciudadanos elegidos de cada una de las ciudades del reino, es un añadido posterior, que precisamente trata de retrotraer en el tiempo una práctica reciente. El Derecho de la Edad Media nos da muchísimos ejemplos de esa tendencia a dar antigüedad a cosas que no la tienen en ese momento. Ahora bien, lo que no puede minimizarse, políticamente hablando, es el impacto de la presencia ciudadana en una Curia plena. Ni para el rey, que cuenta con la opinión de las ciudades, esto es, del pueblo, para conocer sus problemas y para oponer un contrapeso eficaz al poder de la nobleza.
Para futuras reuniones de las Cortes –caso de las conocidas de Benavente en 1202 o en León en 1208, aunque pudo muy bien haber otras que hoy desconocemos– la presencia ciudadana fue un necesidad insoslayable, porque por ambas partes se había comprobado la bondad de tal innovación: para el rey, por las razones antedichas, y para las propias ciudades, porque de esa manera, tenían asegurada su voz y la defensa de sus intereses en las decisiones a tomar.
¿Qué se hizo en las Cortes de 1188?
Pues legislar, o al menos, esta es la única actividad que ha llegado hasta nuestros días. Se promulgaron unos Decretos y una Constitución. Esta nos es conocida por el documento original, que refleja –en forma de notitia– la decisión tomada en una curia para corregir abusos ¿Cuáles eran éstos: despojos, reclamaciones basadas en la enemistad, incautación de bienes y de personas, exigencia indebida de prestaciones señoriales y, en general, la opresión del más débil.
También se menciona la prenda extrajudicial, que es objeto de un pronunciamiento expreso de carácter prohibitivo en los Decretos: el rey quería acabar con la práctica de que el acreedor impagado tomase prendas de su deudor sin intervención del juez, lo que podía producir no pocos abusos.
Mayores dificultades ofrece el texto de los Decretos que ha llegado hasta nosotros, y cuya tradición manuscrita ha estudiado exhaustivamente el doctor Fernández Catón, quien en el mismo estudio ha publicado una edición crítica de los mismos. Aquí existe un problema para especialistas en Historia del Derecho, que es indiferente y probablemente ininteligible para el no especialista: la fidelidad del texto o textos conservados a los decreta originalmente promulgados en 1188.
No voy a hacer sino referencia somera a este problema, que ha sido tratado por varios autores: hay motivos para creer que la redacción actual de los preceptos no refleja fielmente lo que se promulgó en 1188. Quizá las Constituciones de 1194 proporcionaron un elemento de reflexión a una mano anónima que redactó de nuevo los Decretos de 1188 en fecha incierta.
Entre los Decretos de 1188 se encuentran los siguientes:
Nadie debe intentar pleitos con acusaciones falsas, ni obrando de mala fe, ni puede tomar prendas de su deudor sin intervención del juez. El emplazado conforme a Derecho debe comparecer ante la justicia, cuyas decisiones deben ser respetadas. Pero, a su vez, el juez no puede denegar su auxilio.
La morada es un lugar inviolable, que no puede ser invadida ni destruida, porque es la mejor garantía de la seguridad individual y familiar. Pero, a contrario, el delincuente puede ser perseguido si se ha fugado a otra ciudad o a otra tierra, siempre que el perseguidor se identifique mediante el sello de la justicia.
Finalmente, el patrimonio real y el de los particulares, debe ser conservado. En el primer caso, prohibiendo que quienes tengan heredades del rey las den a la Iglesia; en el segundo, condenando severamente la incautación de bienes muebles o la ocupación de los inmuebles.
Esto ha llevado a considerar a los Decretos de 1188 como una especie de carta magna leonesa. La expresión es bastante grandilocuente, pero no del todo exagerada, pues refleja una singularidad: la presencia ciudadana en la curia, sin cuya intervención, la redacción de muchos preceptos que amparan los derechos de los singulares es, sencillamente, inexplicable.
¿Qué ocurrió después?
Alfonso IX comenzó su labor de gobierno. Las bases legislativas -las tradicionales y las nuevas- estaban promulgadas y solo era necesario aplicarlas sin contemplaciones. Aquí es donde surgieron los problemas. En primer lugar, no es descartable que la novedad de la Curia de León de 1188 hubiese despertado reacciones adversas en algunos individuos de los estamentos eclesiástico y noble, hasta entonces privilegiados. En segundo lugar, el reino de Alfonso IX tenía un territorio –Galicia– que fue el principal quebradero de cabeza para el nuevo rey. Los señores gallegos no le obedecían, ignoraban sus disposiciones siempre que podían: en una palabra, desafiaban su autoridad.
Por ello, no es de extrañar que seis años más tarde, el rey preparase en León y aprobase en Compostela, la Constitución de 1194. Este documento es importante, tanto por razones formales como sustantivas. Atendiendo a las primeras, porque se reflejaba lo que iba a ser una constante en el reinado de Alfonso IX: la legislación general, producida –ciertamente en 1194, y quizá en otros momentos anteriores y posteriores– en dos momentos: la preparación por la Curia ordinaria y la aprobación subsiguiente en una asamblea más amplia. En 1194 se habla de un concilium ¿Qué significaba el empleo de este término? No lo sabemos con exactitud, y la verdad es que el asunto es de la mayor importancia.
Veamos las hipótesis que pueden plantearse.
Un concilium es una asamblea predominantemente eclesiástica, como ocurre en Coyanza. Si este sustantivo es aplicado para describir la asamblea que tuvo lugar en Compostela –donde la Constitución se aprueba communi deliberatione– la primera reacción es pensar que se trata de una asamblea eclesiástica. No obstante, es imposible perder de vista que en 1188, en León se había celebrado una Curia con una innovación sustancial: la presencia de ciudadanos.
Así pues, no es descabellado pensar que la reunión de Compostela no se le quiso dar el nombre de curia plena porque ya no era igual que la de León –asistiesen o no ciudadanos en 1194– y por ello se la denominó concilio.
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