Este es un sueño hecho realidad a través del trabajo de la Unidad de Alimentación Complementaria Escolar con el Programa Huertos Orgánicos Escolares y Familiares del Gobierno Municipal de La Paz que todavía está en etapa piloto y necesita que todos los colegios demanden su propio huerto para apoyarles en la construcción y manejo.

Adicionalmente es destacable que  en diciembre de 2014 se promulgó la Ley 622 de Alimentación Escolar en el Marco de la Soberanía Alimentaria y Economía Plural, en coordinación con el Ministerio de Educación,  gracias a la cual las nuevas generaciones de estudiantes conocerán que la verdadera alimentación no viene de las fábricas. La nueva ley promueve la compra de insumos para el desayuno escolar provenientes de productores locales para establecer una relación directa entre agricultores y unidades educativas, además de estimular que la transformación de los alimentos esté libre de los componentes cancerígenos que ahora se leen en los envases de galletas, leches, jugos, gelatinas y demás como los E211, E214, etc.

A través de los huertos escolares, los estudiantes tienen la oportunidad de acceder a la ciencia porque la agricultura aplica matemáticas, física, química, filosofía, psicología, biología, historia e incluso artes, religión y ética. Aquellos profesores y profesoras que se han dado el trabajo de investigar esta materia están poniendo las rodillas en la tierra, las manos en las semillas, los plantines, el agua y los abonos orgánicos al lado de sus estudiantes utilizando juntos un gran recurso pedagógico transversal. En La Paz los colegios tienen poco o ningún jardín y demasiado cemento, pero los huertos en carpa solar, algunos edificados por papás y mamás con adobe y techo microfilm, son verdaderos monumentos a la educación integral y se encuentran por ejemplo en el colegio 25 de Mayo en Munaypata o en los colegios de Chicani, Palcoma o Chinchaya para quienes quieran convencerse pero sobre todo replicar la experiencia.

Esta revolución alimentaria a través de la escuela nos ayuda a analizar lo que elegimos para comer, y se puede ver con mucha tristeza que hemos sustituido en un 50%  la comida natural por la comida envasada, ya es conocido que el cáncer es una de las enfermedades de la modernidad que tiene entre sus primeras causas la alimentación industrial y la consecuente sobrecarga de flujos industriales tóxicos en el medio ambiente. Recientes datos de la Organización Mundial de la Salud indican que por año mueren un millón y medio de personas con cáncer y para el 2030 la proyección con el actual ritmo de consumo será de 2.1 millones. Por lo tanto recuperar espacios de tierra para el cultivo de alimentos, árboles, flores y medicinas en áreas urbanas es fundamental para recuperar la esperanza de vida.

Si sensibilizamos nuestra mirada urbana hacia las comunidades campesinas que afortunadamente circundan nuestra ciudad, veremos cómo ellos y ellas luchan por heredar a sus hijos la cultura de la tierra, pero la ciudad se los roba con la conquista de trabajo en escritorio, tienda o fábrica como un supuesto estatus de vida que no otorga calidad sino apariencia de progreso que se desmorona con facilidad y el único que no se muere de hambre es el que sabe cultivar. Por eso un intercambio equitativo de conocimientos entre la ciudad y el campo, tan naturalmente cercanos e interconectados, nos proporcionaría riqueza de alternativas y recursos para garantizar calidad de vida.

Ya no podemos darnos el lujo cargado de sinvergüenzura de ver lo rural como paseo, placer o contemplación inerte exenta de compromisos o peor aún como depósito de la basura y drenaje de nuestras alcantarillas infectadas. Ya es hora de meter las manos en la tierra y entablar una relación armónica con quienes producen la comida para que todo lo aprendido por nuestros niños en sus huertos de la escuela encuentre voluntad y consecuencia en el hogar todos los días.