«Ahora
—escribió— me encontraba muy lejos de la sombra que proyecta todavía el Imperio Romano». Y añade «… iba a ver lo que podían ser unos hombres que no habían leído nunca a Virgilio, ni habían sido conquistados por Cesar, ni gobernados por la sabiduría de Cayo o Papiniano»
De la lectura del libro se deduce que Stevenson vio colmadas con creces sus expectativas, y tuvo la oportunidad de compartir los últimos años de su corta existencia con hombres y mujeres cuya visión del mundo difería radicalmente de la suya. Pero de haber vivido hoy día, o quizá en los próximos años, cuando la generación de quienes han nacido en el presente siglo tome el relevo, no habría necesitado viajar tan lejos para disfrutar de una experiencia como esa.
En estos momentos, nuestras sociedades están inmersas en cambios tan veloces como revolucionarios, impulsados en buena medida por los avances científicos y la globalización de las ideas y los mercados, que acabarán imponiendo nuevos paradigmas y escalas de valores que aún están por desarrollar. Cambios que, como ha ocurrido siempre a lo largo de la historia, tendrán un anverso venturoso y un reverso deleznable, pero que difícilmente podremos evitar.
Ahora somos más libres para enjuiciar el pasado y el presente con sentido crítico, para informarnos y cultivarnos, para aprovechar las ventajas de unos sistemas democráticos imperfectos, pero que ninguna otra generación tuvo la oportunidad de disfrutar antes. Aunque difícilmente podremos sacar partido de tales ventajas sin las referencias adecuadas o, lo que es todavía peor, sin referencias.
La historia se construye sobre las ruinas de lo anterior, de la misma manera que los seres vivos nos desarrollamos a partir de los genes de nuestros antepasados; y esa herencia, sea histórica o genética, tiene aspectos brillantes y también oscuros —muy oscuros a veces—, que forman parte de nosotros y sustentan el presente que estamos viviendo.
Las gentes que Robert Luis Stevenson conoció en la Polinesia no habían sido conquistadas por Cesar ni gobernadas por Cayo, y por eso no necesitaban leer a Virgilio; pero nosotros sí. Nos guste o no, las sociedades en que vivimos llevan la marca indeleble de multitud de hombres y mujeres que se hicieron preguntas, formularon respuestas, contaron historias y muchas veces entregaron la vida en luchas que hoy nos pueden parecer absurdas, pero que en su momento fueron importantes.
De todos ellos hemos recibido un legado, una herencia a la que podemos renunciar como el joven rebelde que reniega de sus orígenes y pretende construir un mundo mejor con el único bagaje de un puñado de buenas intenciones. Podemos vivir sin los clásicos, sin los antiguos, sin esos viejos carcamales que saben quién era Cicerón o leyeron La Odisea en su juventud. Claro que podemos vivir sin ellos, pero nos arriesgamos a construir uno de esos futuros distópicos que tanto éxito tienen en las obras de ficción.
Así que, por si acaso, mejor sería leer a Virgilio.
Autor José Carlos Peña
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