No hay duda de las buenas intenciones que los guían, ni se puede negar el beneficio que su labor produce en muchas ocasiones, pero su omnipresencia, su pertinaz machaconería y, sobre todo, la asombrosa permeabilidad de sus mensajes, que tantos demandan y degustan como un maná caído del cielo, empieza a resultar preocupante.
Hoy, cuando en las sociedades liberales de occidente llevamos largo tiempo liberados del pesado lastre de la imposición religiosa, afloran por doquier quienes pretenden sustituir los preceptos de la fe con nuevos dogmas que rellenen el vacío moral y filosófico que supuestamente se ha adueñado de nuestros corazones, ahora tan escépticos y descreídos.
Hemos vuelto la mirada a la filosofía clásica, tanto oriental como occidental; hemos descubierto ―ya era hora―, la importancia de la inteligencia emocional. Defendemos la empatía, la solidaridad y el autocontrol por encima de la resignación y la piedad. Practicamos el altruismo, es decir, el esfuerzo sin esperanza de recompensa; pero seguimos valorando a nuestros semejantes ― ahí está el error―, por sus palabras más que por sus obras.
Sin duda avanzamos, aunque en paralelo tengamos que sufrir a todos aquellos que aprovechan este cambio de paradigma para inculcarnos a machamartillo sus ideas, su manera de ver la vida y afrontar los problemas de la existencia.
Gracias, pero no. La absurda insistencia en que persigamos nuestros sueños sin renunciar a nada, practiquemos la resilencia a toda costa, asumamos sin reservas la realidad de los otros o nos embarquemos en estúpidos retos para conocer nuestros límites, está de más.
Todos buscamos nuestro camino en esta sociedad con nuevos valores que a veces nos desconciertan, dejando de lado aquellas ideas, ya caducas y obsoletas, que guiaron a nuestros abuelos. Todos necesitamos ayuda en muchas ocasiones, y amor, y reconocimiento, y sentirnos integrados. Pero en nada ayudan los eslóganes, las frases hechas, los lugares comunes, los mensajes de ánimo sin más fundamento que un voluntarismo inane; las llamadas para que abracemos determinadas causas ―justas y loables―, como si obligatoriamente tuvieran que representar el centro de gravedad de nuestra existencia individual.
No, gracias de nuevo. Tan absurda ha sido siempre la pretensión de que amemos al prójimo como a nosotros mismos, como lo es ahora que cada uno de nosotros asuma la responsabilidad de salvar el mundo, la humanidad entera, armados solamente con un puñado de buenas intenciones y algo de información muchas veces sesgada. Y no se trata de defender el conformismo, de aceptar la realidad tal como es porque no tiene remedio; no es eso.
Nuestra vida, la de todos, se mueve en dos planos fuertemente interrelacionados pero distintos; el personal y el colectivo. Ambos tienen sus reglas y sus anhelos; y si carecería de sentido el intento de contagiar nuestra individualidad a los demás, tanto más irracional resulta el empeño de imponer metas y modelos a seguir en nuestra intimidad, desde opiniones que hoy pueden ser mayoritariamente aceptadas, pero que varían con las circustancias, la coyuntura, las necesidades del mercadeo político o las modas.
Sigamos cada uno nuestro camino apoyándonos en los demás, ayudando a los otros, defendiendo a los débiles y denunciando a quienes abusan de su poder. Construyamos una sociedad más justa y un mundo más habitable partiendo de nuestras propias convicciones, las que cada cual defiende en el ejercicio de su libertad, y dejémonos ya de monsergas, de culpabilidades impostadas, de entusiasmos vacuos y profetas aficionados.
Seamos nosotros mismos, para bien y para mal; con todas sus consecuencias.
Autor José Carlos Peña
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