Cuando hablamos de México y la terrible crisis de derechos humanos que enfrenta, por lo regular se desdibujan una serie de vivencias, sobre todo aquellas violencias que padecen las mujeres. Poco se habla de su constante y cada vez más grande resistencia frente a un Estado que hace todo menos velar por sus derechos y los de los suyos. Cuando pienso en la desaparición de personas, me vienen a la mente dos grupos: las mujeres desaparecidas que luchan a diario por liberarse de las redes criminales que las violan, explotan y asesinan y las mujeres que buscan día y noche a sus seres queridos.
La desaparición de personas en México se ha incrementado alarmantemente, a la par de la violencia e inseguridad vinculados al crimen organizado y a las estrategias políticas emprendidas para combatir el narcotráfico. El pasado 6 de agosto, durante una entrevista, la ex Ministra Olga Sánchez Cordero, reconoció la existencia de al menos 80 mil personas desaparecidas en los últimos 12 años.
Durante el trabajo de acompañamiento a familias de personas desaparecidas y mujeres sobrevivientes, logré documentar que un gran porcentaje de niñas y mujeres reportadas como desaparecidas en su lugar de origen son privadas de su libertad con la finalidad de someterlas a violencia sexual y/o a diferentes modalidades para la trata de personas como el trabajo doméstico forzado, mendicidad, matrimonio forzado, explotación sexual y trabajo forzado ya sea por grupos delictivos, cárteles del narcotráfico, agentes de estado o particulares. Los mecanismos para captarlas son diversos y con el paso del tiempo y el surgimiento de nuevas tecnologías las redes criminales han logrado sofisticarlos. Además del rapto en la vía pública; ofrecimientos de trabajo como modelos, camareras y trabajo doméstico; el enamoramiento en persona o por medio de redes sociales se ha vuelto el método más utilizado por los grupos delictivos.
Inacción de las autoridades
Teniendo conocimiento de esto, las autoridades lejos de iniciar investigaciones inmediatas para dar con el paradero de la desaparecida y generar un posible rescate, emprenden campañas de estigmatización para culpar a la mujer y su familia de lo sucedido e impedir que inicien denuncias. Desde el primer momento, las autoridades intentan convencer a la familia y allegados de que se trata de una desaparición voluntaria alegando que la ausente: “seguro se fue con el novio”, “se fue a viajar por el mundo” o “seguro quedó embarazada y se fue con la intención de evitar un regaño de los padres”. En muchas ocasiones son las propias autoridades quienes envían a medios de comunicación boletines informativos en donde exponen a las víctimas como “mujeres rebeldes, infieles, alcohólicas y drogadictas”, “mujeres que mantenían relaciones amorosas con hombres en redes sociales”; o responsabilizan principalmente a las madres de no haber “cuidado o educado bien a sus hijas”.
En febrero de 2016, el Fiscal General del Estado de Querétaro, lugar en donde fueron reportadas como desaparecidas 1356 personas en tan solo 3 años de las cuales 762 fueron mujeres, y en donde al igual que el resto del país existe un discurso oficial de negar la desaparición forzada, hizo un llamado a los padres de familia: “pediría la comprensión de los padres para que pongan atención en sus hijos, porque el 92.8 por ciento es gente que se va por su voluntad”. De la misma manera en la página web de dicha dependencia fueron publicadas una serie de “medidas de prevención” de extravío de menores entre las que se puede leer la siguiente: “Recuerda que tus hijos e hijas son tu responsabilidad, tu papel como madre o padre es ser ejemplo y guía de un buen comportamiento”. Dichos actos responsabilizan a las madres de la desaparición de sus hijas, por lo que el tema de seguridad recae en las y los ciudadanos y no en las instancias encargadas de garantizar justicia.
El estigma de las rescatadas
Cuando las niñas y mujeres son localizadas con vida, las familias se enfrentan a la narración de horror que éstas hacen de lo vivido: tortura física y sexual, amenazas, explotación sexual. Sin embargo, pese a la violencia sufrida las ahora localizadas se enfrentan a un sistema de justicia que las revictimiza y amenaza. Ahora las niñas y mujeres sobrevivientes deben enfrentar no sólo a las consecuencias físicas y emocionales de lo vivido, sino el estigma social que las mismas autoridades y medios de comunicaciones han fabricado para minimizar la problemática y culpar a todos menos a las mafias, grupos criminales, agentes de estado o particulares que valiéndose de sus alianzas mutuas desaparecen, torturan, explotan y asesinan a mujeres en nuestro país.
El dolor se hace más grande cuando las mujeres son localizadas sin vida, cuando uno de esos siete feminicidios ocurridos diariamente en México toca a tu puerta cuando las familias tienen como único testimonio el cuerpo lastimado de sus hijas ante al silencio omiso de las autoridades, cuando los medios de comunicación hacen espectáculo de la violencia, exponiendo indolentemente los cuerpos torturados, arrojados desnudos o semidesnudos en parajes, ríos y avenidas principales de nuestro país. Se enfrentan a las amenazas de los implicados y a la negativa constante de las autoridades a tipificar dicho delito como feminicidio. Las y los huérfanos se enfrentan a la ausencia forzada de sus madres, a instituciones que los desconocen, y a una sociedad en la que se hace todo por vencer el miedo y enfrentarse a un sistema carente de justicia.
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