Escribo desde un lugar llamado corazón. No me refiero al órgano que bombea mi plasma vital, me refiero al lugar de donde surgen los sentimientos y que los poetas sitúan idealmente encima del chakra del plexo solar y ladeado a la izquierda, mientras los filósofos sugieren que el lugar de la emoción y de las pasiones está en el cerebro.

Esté donde esté el lugar, les escribo desde sus arrabales entre el paisaje de las impresiones y la niebla del estremecimiento. Una noticia, un comentario del busto parlante en la televisión se ha asomado entre las hazañas de los olímpicos para contarme, para contarnos, que un avión se ha estrellado en el aeropuerto de Madrid. No hubo despegue, en el punto de no retorno – ¡que profética expresión! – se incendió el motor izquierdo y dando tumbos cual aérea peonza acabo estrellándose en un escuálido bosque cercano.

Conforme avanzaba la jornada el goteo de las personas que habían perecido se iba incrementando. A cada recuento se daban más fallecidos y menos supervivientes. Los desaparecidos iniciales lo fueron para siempre y las esperanzas de muchos se desvanecieron entre los aullidos de las sirenas de las ambulancias y los coches de auxilio. Recuerdos de otras catástrofes similares llenaron los informativos a la espera de tener más datos del referenciado.

Levanté los ojos del texto que andaba leyendo, era algo de la guerra civil norteamericana de la que pronto se cumplirán 150 años. Las imágenes seguían siendo dolientes y repetitivas, con los comentarios al uso de testigos y rescatadores. Todo aquello recordaba a otro desastre hacia cuatro años en la misma ciudad; sin embargo, aquel había sido fruto de la ceguera humana y este era paradójicamente consecuencia de los avances de la humanidad.

A pesar de todo lo terrible del momento, luego vino lo peor. Cientos de familiares andaban entre la esperanza y la desesperanza como jugadores de una macabra partida de ping- pong y ahí es donde se estremece ese lugar del que les hablo, porque uno no puede sentirse nada más que solidario con esa madre, ese hermano o esa esposa que sospecha que su ser querido a muerto carbonizado entre los restos esparcidos y calcinados del Douglas. Entonces reflexionamos sobre el valor de una vida, aunque sea la de un desconocido a quien no hemos visto nunca, pero que descubrimos a través de los gestos de dolor y las lágrimas de sus deudos.

Muy probablemente sólo seamos los humanos los capacitados para sentir dolor por la pérdida de alguien con el que nada nos une y con toda seguridad, los únicos que compartimos el desconsuelo de los afectados. En eso sí somos superiores la raza humana.

Nadie ha preguntado cuantos pasajeros de color había en el avión y nadie habrá tratado de averiguar a que religión pertenecían o cual era su ideología; eran seres humanos, como ustedes y como yo. Seres humanos con defectos y con virtudes que amaban, sentían y pensaban regresar o llegar a casa.


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Por eso sorprende que una especie como la nuestra sea capaz de tanto bueno y de tanto malo. Lloramos por desconocidos y despreciamos al miserable que vemos todos los días en la acera de nuestra calle; somos compasivos con una madre que llora por haber perdido a un hijo y apretamos el gatillo privando de la vida a otro hijo. Nos emociona ver escenas de Bambi junto a nuestros pequeños y al día siguiente despedimos a un montón de obreros que no podrán dar de comer a los suyos y sólo por un poco más de rentabilidad empresarial. Se nos encoge el corazón con el cuento de la cerillera y a continuación defraudamos millones de euros a la Hacienda Pública. Probablemente andamos tan descompensados – vean que no utilizo la palabra desequilibrados – que si no nos lo evidencian no vemos nada y somos tan mezquinos que si lo vemos, nos olvidamos muy pronto de la desgracia ajena.

Pero hay un lugar, ese desde donde les escribo, que si lo cuidan puede convertir el páramo de la indiferencia en el jardín de la solidaridad. Está, según unos, en el lado izquierdo del pecho; según otros, en un recóndito paraje del cerebro y doctos teólogos les dirán que en una nube llamada alma. Yo afirmo que está en ustedes, en todos nosotros, no sé exactamente su ubicación pero reconozco su paisaje y conozco sus efectos, yo le llamo corazón.