La cosa iba de un paseo por algo llamado el Watt, la extensa zona del Mar del Norte que queda despejada durante la marea baja, propicia para excursiones guiadas. La muchacha estaba preguntando al joven si era él el guía y la respuesta fue casi airada:  De ninguna manera, él no era ningún guía. Pero en realidad lo era, sólo que se sentía  agredido por  el calificativo Führer, a pesar de que su significado no es otro que guía o conductor.

Está confundido quien piense que el significado de las palabras es sólo gramatical, o si se quiere semántico. Existe, superpuesto a él, un sentido cultural independiente que remite a conceptos arrastrados históricamente, y esto es lo que puede afirmarse de cuatro sustantivos que en distintos idiomas comparten el mismo significado: Caudillo, Führer, conducator y leader. Todos ellos  significan guía o conductor, pero sólo los tres primeros se cargaron de una fuerte  connotación derivada de la oleada fascista que recorrió Europa en la mitad del siglo XX. Tanto en España como en Alemania o Italia, el dictador asumió el papel de guía único del pueblo al mismo tiempo que el  sobrenombre de caudillo, Führer o  conducator, respectivamente.

Me parece tan grandioso como significativo que la palabra generalmente adoptada para aludir al guía o conductor provenga de la única cultura que nunca  abrazó el fascismo, por lo que es posible  pronunciarla sin evocar al diablo, por así decir. Si nos referimos a un político como a un líder, todo está bien. Si  aludiésemos a ese  mismo político  como un caudillo, la cosa sonaría muy distinta.

Esto es así incluso a costa de las distorsiones originadas por la adaptación a nuestra lengua del término leader, en particular en cuanto a la generación de un verbo nuevo y gramaticalmente incoherente (no existente en la naturaleza, podríamos decir), como es el verbo liderar.  La forma inglesa leader alude al que ejecuta la acción de conducir (to lead), pero nosotros hemos construido de forma inconsciente  un nuevo verbo que viene a ser algo así como lead-er-ar, traducible literalmente como conductorear (término no equivalente ni primo de pastorear, que pretende separar la acción del ganado, pastar, de  la de quien lo conduce, pastorear).

Por motivos históricos y culturales, pues, los anglosajones proporcionaron para todos la palabra leader, lo mismo que los españoles hicimos lo mismo con el término guerrilla, que que de modo recíproco fue adoptado por los anglosajones. No deja de ser significativo que los primeros hicieran triunfar un concepto asociado al buen gobierno y los segundos otro vinculado a llevar la contraria y a la resistencia frente al poder.

Pues bien, muy en contra de aquella pretensión de Francis Fukuyama del fin de la historia, nos encontramos ante un pliegue de esa misma historia en el que conviven dos procesos paralelos: De un lado el creciente poder del Nuevo Orden Mundial, que  tiende con mucho éxito a reducirnos a esclavos, y por otro una esperanzadora contestación popular acompañada de nueva conciencia que, por cierto, propone una política sin líderes y una gestión asamblearia y horizontal.

En el sentir de estos movimientos populares, el recelo no permanece anclado en los dirigentes que nos han llevado a la situación actual, sino que se extiende a los futuros que pudieran nacer del pueblo para sacarnos de ella. Se afirma, con razón, que cualquier dirigente es fácilmente comprable, influenciable o sobornable y de conformidad con ello se proclama el principio del empoderamiento del pueblo y se alude a la soberanía popular concretada en la asamblea como único órgano legítimo.

Me interesa mucho el momento histórico que vivimos, en el que todo es posible al menos en teoría, y en el que la sociedad se empeña en redefinirse desde el inicio, como si todo pudiera volver a nacer y fuera posible readquirir la pureza primitiva de la misma forma que Afrodita recuperaba su virginidad a voluntad bañándose en cierta fuente.

Y como efectivamente puede suceder cualquier cosa, una de las posibilidades es que no suceda nada simplemente porque no seamos capaces de rellenar de algo coherente el inmenso vacío creado por el rechazo que ha nacido hacia los partidos políticos tradicionales. O quizá que suceda algo distinto y peor de lo que esperamos.

España bulle de micropartidos y movimientos ciudadanos, imagino que espontáneos. Los primeros aspiran de forma ingenua a la conquista del poder. Los segundos, de forma más ingenua aún, se creen llamados a construir una alternativa de forma horizontal y ultrademocrática y algunos de éstos últimos no ocultan el tradicional deleite del español por las formas, los gestos y las fachadas. Es el caso de los llamados constituyentes, un movimiento empeñado en que sea el pueblo el que elabore una nueva Constitución de forma semejante a los pasajeros que quisieran pilotar asambleariamente un avión comercial o a que alguno de los colectivos que tengo como clientes en el bufete decida que llevemos todos juntos el asunto de forma consensuada. Esta errónea confusión de la soberanía con la técnica legislativa me recuerda los planteamientos del hombre-masa, concepto acuñado por José  Ortega y Gasset en el clásico “La rebelión de las masas” e identificado más o menos con el ciudadano que pretende tener razón por el mero hecho de ser ciudadano.

He escuchado a uno de estos constituyentes afirmar con mucha dignidad que necesitamos una nueva Constitución porque una simple reforma de la actual es una chapuza. Me interesaba el punto de vista porque soy el autor del único proyecto de ley de reforma de la Constitución existente y por lo tanto de la única propuesta concreta, definida, precisa y clara de solución contra la dictadura de los mercados y a la ausencia de democracia.

Percibí en aquella contundente afirmación del constituyente un síntoma más de esa enfermedad tan española  a la que he aludido,  que es la fascinación por las formas con independencia de su contenido. Mi proyecto de reforma de la Constitución, resumido en el llamado Manifiesto 2012, contiene herramientas para dignificar la democracia, tales como la prohibición de todo gasto en campañas electorales a fin de igualar a todas las opciones, para garantizar el fin de la corrupción tales como poner las cuentas públicas en internet a disposición de todos, para obtener independencia judicial creando un ente de los jueces con presupuesto y estatuto propio, para aliviar el problema de la deuda mediante una banca nacional, para conseguir un mundo más saludable a través del derecho de tanteo y retracto del Estado sobre transacciones relativas a patentes sobre energías alternativas o medios nuevos de curación y muchas otras medidas concretas, no abstracciones ni meras intenciones o sueños. El constituyente pretendía implícitamente que todo eso y mucho más era una chapuza sólo porque venía contenido en una reforma, y aludía a la necesidad de una Constitución enteramente nueva de la que sin embargo su movimiento popular no tenía escrita una sola coma. Quiere esto decir que estaba sobreponiendo la nada a las medidas concretas sólo porque daba preferencia a una etiqueta: La etiqueta de la soberanía popular, aunque estuviera como estaba y está perfectamente vacía de contenido en cuanto a propuestas de cambio. De hecho, el problema del Manifiesto 2012 es que tiene autor. Si hubiera salido de una asamblea y fuese fruto de empoderamiento del pueblo, posiblemente habría tenido mucha más difusión.

Es esta fascinación por las formas, las etiquetas y las fachadas lo que nos pierde y lo que torna estériles los movimientos sociales. Algo parecido sucede con la forma de gobierno. Posiblemente dentro de unos años España será una República, pero para que todo siga igual. El Nuevo Orden Mundial sabe manejar bien los hilos a fin de que el pueblo crea que ha conseguido un triunfo y la contestación social se relaje durante unos años.

Los movimientos asamblearios están llamados a representar un papel nulo en el futuro político, los micropartidos no son más que el testimonio del descontento y la deseada convergencia entre unos y otros dista mucho de ser una realidad creíble. En estas condiciones, la única alternativa de poder debería venir de un nuevo liderazgo asociado a algún personaje público dotado de eso llamado carisma. Personas como Mario Conde, que  lo intentó en su momento, o Baltasar Garzón que parece que lo ha vuelto a intentar, podrían ser en teoría los perfiles típicos de esos nuevos  salvadores de la patria. De hecho, Garzón cuenta con la confianza de muchos de los que se creen ilustrados, pero que no lo son tanto como para entender que el interesado no es persona adecuada para esa tarea.

Personalmente no percibo a ningún personaje con las cualidades necesarias para transformarse en ese líder que podría agrupar a la gran masa de ciudadanos indignados (mucho menos los anteriormente aludidos), y tampoco creo que pueda surgir, a vista de que la desconfianza metódica de los movimientos horizontales puede estar impidiendo el proceso natural de nacimiento de un fenómeno de esas características ¿Qué hacer, entonces, si los movimientos sociales no son capaces de articular una alternativa concreta y bien construida y si los nuevos líderes no se presentan o no sirven o no los dejan nacer? ¿Cómo poner en marcha un cambio?

Percibo en toda esta maraña un horrible vacío, el de lo que podríamos llamar minorías ilustradas. No hemos visto, ante una coyuntura tan desafortunada como la presente, aparecer un grupo de pensadores preocupados por la realidad social como lo fue la llamada generación de 1998 y el motivo me parece obvio: La cultura está subvencionada, por lo tanto dirigida y por lo tanto comprada. Ni escritores, ni profesores, ni actores ni cineastas parecen dispuestos a agruparse para proclamar su desacuerdo con el sistema y proponer soluciones, quizá porque tengan miedo a perder la siguiente subvención o simplemente a molestar a quienes los situaron donde están. Y este aspecto de la cuestión no me parece menor. Percibo aquí una grave responsabilidad histórica de los interesados con unas consecuencias graves que todos vamos a padecer.

Y sin embargo, la sociedad es una olla a presión a punto de estallar y como sus requerimientos no tienen espera, de una u otra forma algo nuevo tendrá que brotar. En mi opinión, el efecto combinado de la incapacidad de los ciudadanos para estructurarse, la decepcionante ausencia de contenidos de los movimientos sociales, la desconfianza hacia los posibles nuevos líderes y la pasividad de las minorías ilustradas, puede que tenga como inesperada consecuencia un resurgir del fascismo. Tengamos en cuenta que no son sólo los ciudadanos de pensamiento progresista los indignados: También hay descontento en el otro lado. Y al contrario que el resto, ellos no sólo no tienen problemas con un nuevo caudillo, sino que saben y quieren organizarse, así que mientras los constituyentes y otros grupos asamblearios se miran unos a otros dejándose arrullar por las etiquetas vacías y ensimismados con el empoderamiento del pueblo, ellos podrían captar y canalizar el descontento  popular para obtener sus fines.

En mi opinión, la sociedad debería madurar para asumir las responsabilidad de su propio destino y de esta manera tornar innecesarios los líderes, pero esto no es una realidad, sino un deseo no realizado. Por tanto, si no somos capaces de encontrar un líder, probablemente tendremos un Führer.

José Ortega es abogado y autor del blog de José Ortega