Qué aportación a esa búsqueda, puede constituir la técnica que guía nuestro diálogo con el sujeto y las nociones que nuestra práctica ha definido en psicología; éste es el problema del que vamos tratar, no tanto para exponer nuestra contribución al estudio de la delincuencia, para lo cual existen especialistas, sino para aportar a formular sus límites legítimos.
Claro está que no es con la intención de propagar la letra de nuestra doctrina sin preocupación metódica, sino para tratar de seguir pensando el tema, en función de un objeto nuevo.
Por ejemplo, podemos decir, que ni el crimen ni el criminal son objeto (de pensamiento, claro está) que se puedan pensar fuera de sus referencias sociológicas. La sentencia de que la ley hace al pecado, sigue siendo verdadera, al margen de la perspectiva escatológica.
Se la ha verificado científicamente, por la comprobación de que no hay sociedad que no contenga una ley positiva, así sea ésta tradicional o escrita, de costumbre o de derecho. Tampoco hay una en la que no aparezcan dentro del grupo, todos los grados de transgresión que definen el crimen.
La pretendida obediencia “inconsciente”, “forzada”, “intuitiva”, del primitivo a la regla del grupo es una concepción etnológica, vástago de una insistencia imaginaria, que ha arrojado su reflejo sobre muchas otras concepciones de los “orígenes”, pero que es tan mítica como ellas. Toda sociedad, en fin, manifiesta la relación entre el crimen y la ley a través de castigos, cuya realización, sea cuales fueren sus modos, exige un asentimiento subjetivo.
Es muy extraño pensar que el criminal, se vuelva por sí solo el ejecutor de la punición que la ley pone como precio del crimen, es más frecuente que la sanción prevista por el código penal contenga un procedimiento que exija aparatos sociales muy diferenciados; de cualquier manera el mencionado asentimiento subjetivo es necesario para la significación misma de la punición. Las creencias gracias a las cuales ésta se motiva en el individuo, así como las instituciones por las que pasa al acto dentro del grupo, nos permiten definir en una determinada sociedad, lo que en la nuestra designamos con el término de responsabilidad.
Pero de allí a que la entidad responsable sea siempre equivalente, media alguna distancia. Digamos que si primitivamente se considera a la sociedad en su conjunto, (en principio siempre cerrada como lo han destacado los etnólogos) afectada por sus propios principios, debido a que uno de sus miembros, padeciendo de un desequilibrio que se debería, de ser posible, supuestamente reestablecer, éste es tan poco responsable como individuo, que a menudo la ley exige satisfacción a expensas, o bien de uno de los defensores, o bien de la colectividad del grupo que lo encubre.
Hasta suele ocurrir que la sociedad se juzgue lo bastante alterada en su estructura, como para recurrir a procedimientos de exclusión del mal, bajo la forma de una víctima propiciatoria y hasta de regeneración, merced a un recurso exterior.
Responsabilidad colectiva o mística, de la que nuestras costumbres guardan huellas; tanto, que no intenta salir a luz fácilmente. Pero ni aun en los casos en que la punición, se limita a recaer sobre el individuo autor del crimen, se tiene a éste, ni en la función misma ni si se quiere en la misma imagen de él mismo, por responsable, como resulta evidente si se reflexiona sobre la diferencia de la persona que tiene que responder de sus actos, según sea que su juez represente al Santo oficio o resida en el tribunal del Pueblo.
Aquí es donde el psicoanálisis puede, por las instancias que distingue en el individuo moderno, aclarar las vacilaciones de la noción de responsabilidad para nuestro tiempo, y el advenimiento correlativo, de una objetivación del crimen en la que puede colaborar.
Jaime Kozak es miembro de la Academia Norteamericana de Literatura Moderna Internacional.
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