A mí me gusta soñar y compartir, por eso no es de extrañar que ame el cine, que siempre lo haya amado. En mi memoria se guardan, como antiguas películas enlatadas, cada uno de los momentos en que fui feliz sentado en la butaca de las ilusiones, identificándome con los personajes, viviendo sus aventuras, sintiendo sus miedos, riendo con sus momentos felices. . . llorando en los tristes.

Recuerdo aquel día de otoño. Mis quince años quisieron celebrar la tarde de sábado. Anduve paseo abajo, los últimos rayos del tibio sol  se despedían en el cristal de la vitrina del cine del barrio. Eché un vistazo sólo por ver qué “ponían”. Mi corazón de fotograma en Technicolor dio un brinco: Desayuno con diamantes. ¡El increíble estilo de la Hepburn, y el mejor papel de Peppard!

Busqué afanosamente en mis bolsillos y la realidad abofeteó  a mi triste economía: no tenía dinero suficiente. Entré  cabizbajo en el vestíbulo para consolarme con los “cuadros” publicitarios y… ¡oh maravilla!, allí, en el suelo, como mensajes de felicidad, brillaban un par de entradas  para la sesión. Las recogí bajo la mirada del portero del local. Enfundado en su casaca roja el cancerbero  observaba indiscretamente cómo vendía la localidad sobrante y  con el botín me aprovisionaba de palomitas y Coca Cola. Feliz, me dispuse a entrar.

La sangre se me heló en las venas cuando aquella pareja le interrogó y le vi levantar su índice acusador. Un gorila treintañero, feroz y cejijunto, menos humano que  King Kong,  se  acercó con la clara intención de   recuperar sus  localidades. Sin mediar palabra extendió aquella gruesa mano cansada de parodiar mal al amor;  le entregué “mi” entrada y él siguió reclamando. Vacié los bolsillos entre sus amenazas y las risitas de su pareja. Y ahí me quedé: con el refresco y las palomitas en la mano, escuchando el inicio de la banda sonora. Las notas de Moon River se confundieron con las palabras del rojo “mariscal del vestíbulo”, un tanto avergonzado por su delación:

– Vamos, entra chaval – me dijo condescendiente y cómplice.

El río de la luna de la linterna del acomodador iluminó mi butaca, justo a tiempo para ver a Audrey   pegada al intemporal escaparate de Tiffany’s. Bella y sensual.