La mayoría de las plantas útiles de gran cultivo fueron recibidas en la Península Ibérica de los pueblos asiáticos o norafricanos; incluso especies nativas -el olivo entre ellas- sólo cobraron importancia económica por el impulso de invasores como los fenicios. “Juan Cotarelo, en su ‘Manual de la Provincia de Madrid’: ‘Del Oriente vinieron las uvas, la nuez y el ajo. De la India oriental o Asia, la granada, la naranja, las alubias, el castaño salvaje y el trigo. De Egipto, el anís, la cebolla, la berza y la lombarda (col morada). De África los melones y la almendra. (…) De Persia, el melocotón. Del Asia Menor, las espinacas. De Cerdeña, el perejil. De Chipre, la coliflor. De Italia, las peras, nabos, zanahorias y lentejas. De Astrakán, el cardo. De Sicilia, el centeno. De la isla de Cos, la lechuga’”. (Cappa, 1890).
Se dice que los pueblos antiguos y modernos pueden dividirse en dos grandes categorías: la de los domesticadores y la de los difusores. La labor de los primeros presupondría la capacidad de observar los fenómenos de la naturaleza, perseverancia y tenacidad, agilidad mental para concebir sistemas, descubrir relaciones e interrelaciones entre fenómenos de diversa índole y habilidad manual para ejecutar trabajos que tengan por resultado el objetivo deseado. Los difusores tomarían este material elaborado ya y lo dispersarían por un ámbito geográfico mucho más vasto que el núcleo originario, teniendo así normalmente mayor habilidad política para aprovechar hallazgos y descubrimientos hechos por otros. Gracias a ese trabajo difusor y domesticador, la flora intercambiada entre el Nuevo y el Viejo continente fue vital para la creación de un nuevo orden alimentario.
Originario de Oriente Próximo, fue introducido para ser cultivado en el Nuevo Mundo por Colón en su segundo viaje, pero el cereal no crecía bien en los húmedos suelos antillanos, por lo que el almirante tuvo que procurarse con mucha frecuencia trigo de España. El consumo de trigo en América aumentó paralelamente a la extensión de su cultivo. Tras la escasez inicial, el aumento de la producción hizo bajar el precio que tenía poco después de los primeros establecimientos. El rendimiento de algunas zonas fue tan importante que el consumo local no bastaba para cubrir toda la producción, generando excedentes que fomentaron el comercio interregional. En el siglo XVII sólo algunas zonas del interior del continente encontraban dificultades para conseguir pan de harina de trigo, el que también comenzaron a consumir los aborígenes, fundamentalmente aquellos que marcharon a las ciudades en busca de trabajo y que adoptaron, junto con el idioma, las costumbres de los colonos españoles y de los criollos.
Según relato de los historiadores Andrés de Tapia y Francisco López de Gómora, el negro portugués Juan Garrido, criado de Hernán Cortés, fue el primero en sembrar y cosechar trigo en México al encontrar mezclados tres granos en un costal de arroz. Las plantas que germinaron en la parcela bien pronto dieron sus frutos y para 1534, a escasos 13 años de consolidar la conquista, se levantaban importantes cosechas de trigo en las inmediaciones de Texcoco y Puebla.
Los jesuitas hicieron que el trigo llegara a la parte Norte, donde enseñaron a los nativos a cultivarlo; los franciscanos siguieron la labor del cultivo en toda la región. El cultivo del trigo en la Nueva España, así como su transformación en harina y posteriormente en pan, como la tarea de enseñar a los autóctonos la molienda y su elaboración (los primeros molinos se hicieron en las Antillas en 1494), convirtió al pan de harina de trigo en parte de la dieta americana desde entonces.
Se cree es originaria del Pacífico Sur, probablemente de Nueva Guinea. El desarrollo del imperio islámico impulsó la expansión del cultivo hacia Occidente, desde la India a Irán, Siria y otros países mediterráneos. A España llegaría en el siglo X. Las condiciones climáticas hicieron que su cultivo se centrase, dentro de la Península, en las zonas costeras de los reinos de Valencia y Granada, que alcanzaron su mayor importancia como centros productores en el siglo XII. Así, mientras Europa central y nórdica empleaban la miel como edulcorante básico, la influencia de la cocina musulmana difundió pronto el consumo del azúcar de caña entre los países del Sur europeo, siendo a fines del siglo XV cuando los portugueses introdujeron el cultivo de la caña en Madeira y otras islas del litoral africano. La caña de azúcar llegó a América en el segundo viaje de Colón desde Canarias, Azores, Madeira y la costa africana, creándose en poco tiempo en La Española auténticas plantaciones comerciales, aunque no se disponían de recursos técnicos adecuados para refinar el azúcar, por lo que, casi desde los primeros momentos, se enviaba sin refinar a Sevilla.
El primer gobernador de Cuba, Diego Velázquez, introdujo la caña en esta isla a comienzos del siglo XVI. El cultivo se extendió pronto a México y Perú, aunque los gastos de transporte hicieron que lo producido en estas zonas se destinara básicamente al consumo local. Sin embargo las Antillas españolas no desarrollaron el cultivo de exportación en gran escala porque la mano de obra nativa se había extinguido prácticamente y los esclavos resultaban demasiado caros.
Brasil, donde los portugueses habían introducido la caña hacia 1530, contaba -por el contrario- con muchas ventajas a su favor. Aparte de extensas zonas adecuadas para el cultivo disponía de buenos puertos cercanos a las explotaciones y, más importante aún, existía ya una red comercial para la distribución en Europa, creada a fines del siglo XV para el azúcar de Madeira. En cuanto a la mano de obra, se recurrió primero a los nativos, pero la mayor parte la componían los esclavos negros traídos de los establecimientos portugueses de Guinea o Angola. Con la abolición de la esclavitud, antiguos esclavos se convirtieron, en muchas regiones, en pequeños propietarios que trabajaban sólo de forma irregular en las plantaciones, con lo que la producción de azúcar experimentaría una caída de fuste, a ello debe añadirse la competencia creciente del azúcar de remolacha, cultivada en Europa, principalmente en Francia, Austria y Alemania, cuyas exportaciones contaban con subsidios de tal magnitud que el precio de venta era inferior al coste de producción. A fines del siglo XIX otras áreas americanas empezaron a tomar el relevo de las zonas tradicionales: Cuba, que en 1894 contaba con la primera industria productora del mundo, Puerto Rico, Argentina, México y Perú.
Constituyendo el alimento básico de aproximadamente la mitad de la población mundial, se ha venido cultivando en el Sudeste asiático desde fechas muy distantes, hasta el punto de resultar uno de los cultivos alimentarios más antiguos de esta zona. A pesar de ello, no se conocen con seguridad ni la época ni el lugar concreto en el que se cultivó por primera vez esta planta, posiblemente fue en India o Indochina, las zonas de domesticación más probables. Si el arroz cultivado apareció efectivamente en el Sur de la India, debió de llevarse desde allí a China meridional en fecha muy temprana, “saltando” luego a Filipinas y Japón.
Por lo que respecta a otras civilizaciones antiguas, el cultivo del arroz era desconocido en el mundo egipcio y no aparece mencionado en la Biblia judaica, pero entre el 400 y el 300 a.C. su cultivo había alcanzado Irán, Babilonia y la baja Siria. De estas fechas procede la primera mención del arroz en Europa, tras la conquista de la India por Alejandro Magno en el 320 a.C.
El cultivo africano del arroz se inició propiamente con la conquista musulmana y en su avance la expansión del Islam llevaría consigo la planta, de forma que en fechas tempranas se encontraba ya en España.
Antes de la llegada de los europeos, existía ya un arroz silvestre en América, pero nunca tuvo importancia real en la dieta indígena; la introducción de la especie de consumo común en Europa proporcionó una fuente secundaria de grano. Los primeros intentos de aclimatación conocidos se realizaron en 1512 y probablemente el arroz se extendería desde La Española al resto de las Antillas y desde allí al continente
Los ingleses comenzaron a importar arroz de Madagascar en el siglo XVI. En 1695 uno de estos barcos cargados de arroz se desvió de su ruta y llegó a Charleston, Carolina del Sur. De este desembarco surgieron las primeras plantaciones de arroz en Estados Unidos, aunque su explotación comercial no llegó hasta el siglo XX, en California. No obstante, en 1886, en las Guayanas, hubo cosechas importantes pues se empleó mano de obra de la India y China, con conocimiento del cultivo de arroz. En las islas Hawaii se introdujo en cultivo en 1853. El consumo de arroz en el continente americano ha ido cobrando importancia con el tiempo, hasta el punto de convertirse en la fuente principal de calorías en muchos de sus países.
Árbol originario de Oriente Medio conocido desde hace más de 6.000 años. Ciertos historiadores indican que el olivo procede de Persia, otros del valle del Nilo y otros indican que es originario del valle del Jordán. Sin embargo, la mayoría cree que procede de la antigua Mesopotamia, lugar desde el cual se expandió al resto de los países. Su cultivo para la obtención de aceite de oliva empieza en las épocas paleolítica y neolítica (5.000 a 3.500 a.C.) en Creta. En Egipto, desde hace más de 5.000 años, ya se empleaba el aceite de oliva para iluminar los templos, siendo la primera civilización que practicó la extracción del aceite por procedimientos mecánicos naturales, los mismos en los que se basa la obtención actual. En la cocina ya entonces se utilizaba para aliñar la lechuga. El olivo penetró y se propagó por Europa de Este a Oeste. A partir del siglo XVI a.C. los fenicios difunden el olivo por las islas griegas y la Península Helénica. Griegos, fenicios, romanos, judíos, cartagineses, árabes, hispanos y demás pueblos que comerciaban en las orillas del mar Mediterráneo fueron los encargados de difundir el cultivo y sus aplicaciones. Según la mitología, en la disputa entre Palas Atenea y Poseidón por el patronazgo de la incipiente Atenas, Poseidón, con el golpe de su tridente, hizo “nacer” el caballo, bello, fuerte, rápido y ágil, mientras Palas Atenea de una lanza hizo brotar el olivo. Fue, también, símbolo de paz, victoria y vida, considerándoselo árbol de la fertilidad, por lo que las mujeres dormían sobre sus hojas y bajo su sombra cuando querían engendrar. Los griegos son los encargados de introducir el cultivo del olivo en Italia, donde se adaptó fácilmente y de allí se propagó por toda la cuenca del Mediterráneo.
En la Península Ibérica se ha fechado la existencia del olivo desde tiempos prehistóricos, ya que se han encontrado huesos de aceituna en los yacimientos neolíticos de El Garcel. Durante la dominación romana, Hispania tenía ya un considerable número de olivos dando fruto. El cultivo en España se vio notoriamente incrementado, especialmente en el valle del Guadalquivir, durante los ocho siglos de civilización hispano-árabe. Los árabes introdujeron sus variedades en el Sur de España e influyeron en la difusión del cultivo hasta el punto de que los vocablos castellanos de aceituna, aceite o acebuche, tienen raíz árabe; por ejemplo, la palabra española “aceite” proviene del árabe al-zait que significa “jugo de aceituna”. En la época de los Reyes Católicos, el “gazpacho” con aceite y vinagre constituía ya una parte básica de la dieta alimenticia de Extremadura y Andalucía. Con el Descubrimiento (1492), España llevó el olivo a América. De Sevilla parten los primeros olivos hacia las Antillas y después al continente. Se introdujo principalmente a lo largo de los siglos XVI y XVII en Perú, Chile, Argentina y México.
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