VID

La europea es un arbusto probablemente originario del área central de Asia. A la llegada  de los españoles ya existían en América distintas especies silvestres de vid, pero no se empleaban para la obtención de vino. Al principio, sin embargo, no se intentaron cultivar las vides americanas, que crecían de forma espontánea, sino que, durante muchos años, se importaron cepas europeas. En su segundo viaje, Colón había llevado sarmientos a las Antillas, pero no lograron aclimatarse en estas islas. En los últimos años del siglo XV y primeros del XVI se desarrollaron nuevos intentos en Santo Domingo, donde se llevaron plantones desde Sevilla y Canarias, aunque las condiciones ecológicas del trópico sólo permitieron un arraigo temporal en la zona. El poco éxito de estos primeros intentos de cultivo hizo que el vino siguiera siendo escaso en América, prácticamente reducido al que se importaba de España, con el consiguiente riesgo en lo referente a su estado de conservación y los altos precios que suponía el transporte desde el Viejo Mundo; todo ello contribuyó a estimular la búsqueda de zonas más apropiadas para su cultivo, ya que el vino formaba parte indiscutible de la dieta cotidiana de los colonizadores y era un elemento importante en las prácticas religiosas de las misiones católicas.

Los primeros éxitos se consiguieron en Nueva España, poco tiempo después. En estos primeros momentos se recurrió a injertar las vides españolas sobre las silvestres autóctonas, pero donde las condiciones ecológicas propiciaron mayores rendimientos fue en Perú, luego en Bolivia, Chile y Argentina. Los altos rendimientos de la viticultura americana empezaron pronto a representar una amenaza para la producción española. Por ello, la metrópoli dictaría una serie de disposiciones para evitar la competencia indiana y así, a partir del reinado de Felipe II, se prohibió a los cultivadores americanos a exportar. Estas medidas no resultan sorprendentes si tenemos en cuenta que Perú –por ejemplo- se había convertido en uno de los mayores productores de vino y aguardientes de América, estableciendo un activo comercio que llegó a incluir algunas exportaciones a España. Algo semejante sucedió con Chile, que en el siglo XVIII competía seriamente con España en el mercado americano. Todo ello obstaculizó el desarrollo de la viticultura en el Nuevo Mundo, en beneficio de los exportadores españoles. El vino ocupaba el primer lugar en las exportaciones de productos agrarios destinados a América, que monopolizaban Sevilla y Cádiz.

CAFÉ

La palabra proviene del término turco qahve, a su vez procedente del árabe, qahwa, a través del italiano. Un posible origen de la palabra se encontraría en el reino de Kaffa en Etiopía, de donde procedería la planta del café, rodeada de leyendas y hechos fascinantes desde su descubrimiento mismo por los pastores etíopes. Según la leyenda, uno llamado Kaldi fue el que llevó la baya a los monjes cristianos, los cuales al creer que sus efectos eran obra del diablo arrojaron las bayas al fuego, sólo para descubrir el aromático olor del grano y más tarde la bebida. Hasta el siglo XVII los árabes mantuvieron un estricto control del comercio del café, siendo ellos los que desarrollaron todo el proceso de secado y tostado de las semillas y trataron de mantener el secreto, así como el monopolio de las semillas, las cuales sólo se podían vender tostadas. Sin embargo, el gran éxito del café no sólo era real en el mundo árabe sino en Europa, en donde a partir de los inicios del 1600 existían cafeterías. Se cuenta que un hombre llamado Babá Budán contrabandeó las primeras semillas y las plantó cerca de su casa, permitiéndole comerciar con los holandeses que llevaron la semilla a Ceylán, donde la planta floreció sin problema. Los franceses, a su vez, a  través de negociaciones con el “Burgermeister” del invernadero de Amsterdam consiguieron algunos arbustos como regalo al rey Luis XIV, y ya en el jardín quedaron a cargo del Botánico Real, como una de las joyas raras de la colección real.

El primer viaje del café a América se lo deberíamos un capitán de la Marina francesa asignado a la isla de La Martinica; Gabriel-Mathieu d’Erchigny de Clieu. En 1723, en un viaje personal a París, decidió hacerse con una de las plantas del invernadero real. Se cuenta que para esto sedujo a cierta cortesana que, encantada con la idea del capitán, sustrajo la planta tan deseada. La historia no terminó con esta intriga palaciega, De Clieu escondió la planta hasta que zarpó del puerto de Nantes, de tal modo que el capitán mandó construir una caja de vidrio para poder transportar tan delicada e importante planta durante la travesía; parece ser que entre la tripulación iba un hombre a quien el francés describe como celoso del servicio que estaba haciendo a su patria (otros dicen que era un espía holandés cuya misión consistía en destruir la planta), el que  logró arrancarle una rama al cafeto. El viaje fue muy accidentado y tuvo que enfrentar tormentas, el  ataque de un pirata tunecino del cual pudieron escapar y hasta la calma chicha del mar, por la cual se racionó el agua y De Clieu compartió parte de su ración con la planta. Finalmente llegó a la isla con ella y, como él mismo lo describe en “L’Année Littéraire” (París, 1774), en la primera cosecha recolectó alrededor de un kilo del grano, luego el capitán repartió la semilla, propagándose el cultivo del café en La Martinica y volviéndose  luego el principal producto d e la isla.  En 1726 en La Martinica ya había más de 200 cafetos y para 1770 existían ya 18 millones de arbustos de café; de aquí se trasladaron a Santo Domingo, Guadalupe y otras islas del Caribe. El capitán De Clieu fue reconocido por sus servicios al comercio de Francia por el cultivo del café por el rey de Francia Luis XV y en 1918 se erigió un monumento en su honor  en el Jardín Botánico Fort de France de Martinica. Existen otras versiones de la llegada del cafeto a América, una de ellas es que en 1718 fueron los holandeses los primeros que realizaron plantaciones en Surinam.

LENTEJAS

Su cultivo se remonta a los orígenes de la agricultura en Asia Menor, hace prácticamente 8.000 – 9.000 años. Existe una teoría que habla de semillas de lentejas en excavaciones sirias que remontan su recolección a partir de la variedad silvestre a casi 11.000 años. Desde la zona que actualmente ocupa Israel partieron sus métodos de plantación hasta la Europa del Este y el Mediterráneo. En el II milenio a.C. se extendería al resto de países ribereños desde Egipto. Herodoto menciona en sus textos a la propagación de este cultivo por el país del Nilo mediante la interpretación de inscripciones egipcias referentes a las lentejas como alimento de los obreros, junto a pan, cebolla y cerveza. Hipócrates, médico del siglo V, señalaba las virtudes terapéuticas de las lentejas: a los enfermos de hígado les indicaba un caldo concentrado de esta legumbre. Durante el Imperio Romano se secaban para poder conservarlas durante más tiempo y elaborar deliciosos potajes durante todo el año. En la Edad Media fueron un alimento primordial para las clases desfavorecidas de la sociedad, al tratarse de un producto de fácil cultivo, luego se va reduciendo su consumo en toda Europa, excepto en los países del ámbito mediterráneo, donde se convierte en uno de los pilares de la dieta mediterránea junto a cereales, aceite y vid. Es introducida en el Nuevo Mundo por los españoles alrededor del año 1500.

CÍTRICOS

Una de las grandes aportaciones de los árabes a España y que luego se trasladó a América fue la introducción de los frutos cítricos. Limones, naranjas, limas, toronjas y mandarinas fueron traídas por los marinos europeos como prevención contra el mal del escorbuto, enfermedad caracterizada por hemorragias de pequeño y gran tamaño en la piel y las encías, originada por la falta de vitamina C. Plantaron árboles de estos frutos en el Caribe, Sur y Norteamérica, llegando incluso hasta California y Hawaii.

Los españoles trajeron a América, a partir del segundo viaje de Colón, en 1493, hasta fines del siglo XVII y principios del XVIII, cereales (trigo, cebada, arroz); granos (habas, arveja, lenteja, garbanzos); hortalizas (repollos, coles, nabos; cebollas y ajos; zanahoria y después remolacha; acelga); condimentos (culantro, perejil, eneldo, hinojo, anís); feculentas (ñame, plátanos); frutas (datilera, higuera, frutales de hueso y otras rosáceas, cítricos, tamarindo, etc.); oleaginosas (higuerilla, olivo, sésamo); sacarinas (caña de azúcar); bebidas (café, té); fibras (cáñamo, ramio, lino); medicinales (zábila, ruda, verbena, llantén, manzanillas etc.), y forrajeras (alfalfa y tréboles).