Es así que una nueva forma de migración interna empezaba a crecer y tenía que ver con desruralizarse para instalarse en la ciudad, pagando todos los precios que generalmente significaban olvidar, negar y despreciar
raza, nombre, origen y raíces.

En Bolivia, ser del campo implicaba ser un humano tan inferior que muchos padres despachaban a sus hijos e hijas a la ciudad, tramitando legalmente el cambio de apellido cuando éste no descendía de alguna referencia colonial, como buscando que renacieran en la dimensión válida de la sociedad.

Hoy en día, está surgiendo una tímida intención de retorno en dirección opuesta, es decir de la ciudad al campo, pero no por las reivindicaciones históricas y culturales, sino por las nuevas necesidades generacionales que tienen que ver con el estrés urbano, la falta de espacio, de agua, de aire, de silencios, de tierra y de humanidad, que está asfixiando a los propios humanos.

Es por eso que la decisión de dónde vivir se convierte en un debate entre parejas, hijos y padres y la idea de establecerse en el campo revolotea como una opción cada vez menos inconcebible que hace una década atrás. Pero cuando se marca la lista de los inconvenientes surgen aspectos como la falta de escuelas de calidad, el mal estado de los caminos y la incertidumbre sobre el clima tanto como sobre la señal de telefonía celular e internet (de hospitales ni mencionar porque es un asunto no resuelto ni en las ciudades). Aspectos de peso que no incorporan la alimentación, ya que si mantenemos y reproducimos las capacidades de autoabastecimiento alimentario con diversidad que todavía existen, la comida no sería un problema.

Para muchos bolivianos resulta gracioso escuchar a los extranjeros preguntar por qué no nos hemos volcado al campo mientras duró el gobierno indígena que debería haber sido eminentemente rural, casi como gobernar desde tierra adentro (aunque parezca una locura muchos llegamos a pensar eso cuando se instaló el tal “proceso de cambio” hace 14 años). Y es que nada mejoró, por eso cuando uno piensa en irse a vivir allá, los demás siguen asumiendo que uno fracasó en la ciudad y se va para retroceder, involucionar, decrecer e inferiorizarse, es decir, perder estatus y supuestos privilegios urbanos.

A pesar de ello, el deseo refulge en medio de la asfixia y quienes ya no soportan la ciudad se preguntan cómo ruralizarse sin inferiorizarse. Por eso observan apasionadamente algunas soluciones interpuestas por el campo, como la denominada doble residencia muy estudiada por la Fundación Tierra y el CIDES, y es que así han resuelto los rurales las necesidades de relacionarse con la ciudad, viviendo en ambos lugares sometiendo al tiempo en una alternancia constante de multirutinas a lo largo del año, combinando los roles naturales de género, inventando la plurieconomía y alternando la educación formal de los hijos entre la primaria rural y la secundaria citadina, las tareas temporales entre siembra, cosecha, lluvias, invierno, fiestas y los cargos obligatorios en el directorio de la comunidad que atienden los asuntos de interés común conformando la estructura orgánica social más grande que existe en el país.

Entonces, así como ellos han creado el código ruralurbano que les permite transitar fluidamente entre ambos mundos, tiene que ser posible encontrar la manera de establecer una vida rural migrando desde las ciudades, para quien ha perdido los vínculos campesinos pero quiere desprenderse de la burbuja urbana y alcanzar plenitud en las montañas, en los valles o en la selva, sin cargar culpas ni pagar precios innecesarios, sino simplemente cumplir el sueño en vida del gran retorno a la naturaleza e integrarse a la biodiversidad como digno ser vivo, despojándose de la contaminación y de los prejuicios sociales, haciéndose cargo de gestionar su propio oxígeno cada día, sin miedo.

El campo y la ciudad han sido siempre dos opuestos culturales, biológicos y antropológicos, pero ha llegado la hora saludable de diluir esa dicotomía para descubrir la gama de matices que, en lugar de enfrentar pueden enriquecer las posibilidades y dejar de cargar sobre las espaldas del campo la eterna subvención alimentaria a las ciudades, a lo cual ahora hay que sumar en costos económicos el agua y el aire que las ciudades malconsumen y no regeneran.

Por eso, plantearse cruzar al otro lado y asumir la tarea de la producción de la vida es un reto así como una opción que debería dar orgullo y no vergüenza, por la monumental responsabilidad no entendida que significa proteger la naturaleza, ese trabajo limpio que nadie quiere pero que todos exigimos.