Una desgastada silla de madera en la habitación me mostraba el paso del tiempo, ese tiempo silencioso, que no se ve, no se huele y no se oye pero que va dejando su huella día tras día sin piedad para nadie, inconmovible e imperturbable, devorando cruelmente cada milímetro de nuestra piel.

Era, una simple habitación cuyos recuerdos se agolpaban amontonados y confusos en cada espacio respirable como jóvenes jenízaros en la noche.

Acababa de llegar a casa, un largo día más y sin saber cómo ni por qué me senté en esa vieja silla, mirando sin ver a través de una ventana que separaba mi mundo y el resto del mundo; solté mi bolso como si fuese mi propio cuerpo desplomándose. Sentada, con la piernas entreabiertas y los brazos caídos, mire a través de la ventana sintiendo la calidez de ese otro mundo acariciándome tímidamente, percibiendo un dulce calor que me hacia estremecer de un placer del cual no quería desprenderme.

Una repentina luz causada por los faros de un solitario coche hizo que mi cara y mi cuerpo se viesen reflejados en aquella ventana, y allí sentada, me vi pálida como si de una estatua de mármol se tratase; por mi aspecto frío y tétrico, me vi débil y cansada, una verdadera estatua donde simplemente la vida no llegaba, donde mi cuerpo exteriormente inmóvil vibraba sólo internamente quedándose bloqueado e inerte en esa silla de madera que tantas tardes y noches aguanto el peso de mi silencio y soledad.

Llevaba muchos años viviendo en el núcleo de una tormenta perfecta, la gran ejecutiva, la mujer perfecta, tenía todo por lo que luche durante ese tiempo, tiempo que pase hablándole a la soledad en lugar de vivir y amar.

Aquella noche aprendí que la felicidad del éxito no se encuentra al final; al final lo único que se tiene es el vacío y la soledad, la felicidad del éxito la encuentras en una acaricia, en una mirada, en cada paso que en este estrecho camino damos.

 

 

María del Carmen Aranda es escritora y autora del blog mariadelcarmenaranda.blogspot.com