Esta historia tiene notables similitudes con el relato de la Torre de Babel que aparece en el libro del Génesis del Antiguo Testamento, donde Yahveh castigó a la humanidad por su arrogancia y hostilidad, sumiéndola en la diversidad de lenguas.

La historia se repite en diferentes culturas, el hombre separado en diferentes lenguas y confusión. 

El papel del traductor, desde esta perspectiva, goza de un don divino. Se asume como un agente de unión en medio de la mezcolanza lingüística. La confusión misma brinda la oportunidad de aprender de nuevo, y el traductor facilita esta posibilidad de aprendizaje.

Cuando reflexiono sobre la traducción, me viene a la mente la Piedra Rosetta. En una visita al Museo Británico, me encontré con ella. Esta inscripción, datada en el año 196 a.C., fue el primer texto plurilingüe conocido y resultó esencial para descifrar los jeroglíficos egipcios al compararlos con su versión griega equivalente. La capacidad de entender los jeroglíficos sentó las bases para el conocimiento del idioma y representó una clave invaluable.

La realización de una buena traducción implica una comprensión completa del texto original en todos sus matices. Requiere un dominio y seguridad en la lengua comparable al de un pianista sobre su piano o un actor en sus inflexiones vocales y gestos.

Para ser un buen traductor, es esencial conocer una amplia variedad de sinónimos, pero es igualmente importante tener en cuenta lo que Aristóteles señala en su obra «Logos o La Razón»: no existen sinónimos absolutos, y el mensaje debe mantener su lógica y coherencia en la lengua receptora.

Como lo expresa el poema de Pablo Neruda, «Las palabras»:

«Todo está en la palabra… Una idea entera cambia porque una palabra se trasladó de sitio, o porque otra se sentó como una reinita dentro de una frase que no la esperaba   que le obedeció… tienen sombra, transparencia, peso, plumas, pelos, tienen de todo lo que se les fue agregando de tanto rodar por el río, de tanto transmigrar de patria, de tanto ser raíces…

Son antiquísimas y recientísimas… viven en el féretro escondido y en la flor apenas comenzada».

La traducción, en apariencia, implica adaptación, pero lo que surge o debería surgir es un nuevo texto, una semiosis distinta al original. Aquí se lleva a cabo una transcodificación. 

La labor del traductor va más allá de comprender las lenguas de origen y destino; implica interpretar las señales ocultas, el contexto y la vibración interna del mensaje. Aun así, el texto traducido nunca será una copia fiel del original. El que traduce debe conocer el momento histórico, el entorno, la cultura, la biografía del autor, las circunstancias que rodean la pieza a trabajar y aún con todas estas consideraciones el texto traducido, nunca será el mismo al original pues habrá un aspecto polifónico al estar intervenido.  

En la traducción, no se puede ser puramente literal. Aunque se debe preservar el sentido inicial, es necesario adaptarlo. Por esta razón, los sistemas de traducción automática hasta el momento tienen limitaciones para lograr una traducción de alta calidad. Aún no sabemos si la inteligencia artificial perfeccionada podrá igualar el nivel de un traductor humano, especialmente en la poesía, donde la creatividad, emoción y expresión artística son esenciales.

Traducir es construir un puente entre el autor y los lectores de diferentes culturas y destinos. Es un acto que va más allá de la mera transferencia de palabras de un idioma a otro; el traductor actúa como un mediador intercultural.

Aquí es donde entra en juego el concepto de intertextualidad. Ningún texto es verdaderamente original o único; todos están impregnados de códigos derivados de otras obras para poder ser comprendidos. Mijaíl Bajtín, el filólogo ruso, destacó el carácter dialógico de la novela, en particular las de Rabelais, Dostoievski y Jonathan Swift como una polifonía textual donde se establecen relaciones dialógicas. Todo emisor, en este caso todo escritor, ha sido antes receptor de muchos textos que tiene en su memoria en el momento de producir el suyo. De modo que siempre en un autor hay una pluralidad de voces que se unirán irremediablemente a las del traductor de esa misma obra.

Humberto Eco argumenta que todo texto es una forma de absorción, un lenguaje que dialoga con otro lenguaje preexistente, como una colaboración. 

Julio Cortázar, el renombrado escritor argentino, se dedicó a la traducción de obras como «Robinson Crusoe» de Daniel Defoe, así como muchos de los cuentos, poesías y trabajos de Edgar Allan Poe. También fue traductor de Poe, Charles Pierre Baudelaire poeta francés del siglo XIX bautizado por Verlaine como poeta maldito. Gracias a su traducción a Edgar Allan Poe, Baudelaire, fue considerado como el poeta de mayor impacto en el simbolismo francés. Baudelaire dijo que Poe le había enseñado a pensar. 

También lo señaló Julio Cortázar a través de este consejo:   

«Yo le aconsejaría a cualquier escritor joven que tiene dificultades de escritura, si fuese amigo de los consejos, que deje de escribir un tiempo por su cuenta y que haga traducciones, que traduzca buena literatura y un día se va a dar cuenta que puede escribir con una soltura que no tenía antes.»

Traducir es aprender y enriquecerse. Así lo demostró la escuela de traductores de Toledo en el siglo XIV. Con el proceso de traducción de textos clásicos grecolatinos que habían sido convertidos desde el árabe o el hebreo a la lengua latina usando el castellano o español como lengua intermedia. Allí se vertieron textos astronómicos, médicos y científicos. Llegaron a Toledo sabios de toda Europa deseando conocer in situ sobre esos maravillosos libros árabes y de sabiduría griega. 

En el congreso sobre la lengua celebrado en San Millán de la Cogolla en la provincia de la Rioja, España. Organizado este pasado verano del 2023, al que asistimos un grupo de miembros de la Academia Norteamericana de Literatura Moderna Internacional, pudimos ser testigos presenciales del sitio donde nuestro idioma comenzó. El monasterio de Yuso es considerado «cuna del castellano». Lo comprendimos con el privilegio de observar de cerca las glosas Emilianenses. Se trata de traducciones o notas al margen que hacían los monjes copistas aclarando algunos pasajes de textos latinos. La importancia filológica de estas glosas no se advirtió hasta el siglo XX. Es el testimonio escrito más temprano, del que se tenía noticia hasta entonces, con forma arcaica pero claramente reconocible de un romance hablado del idioma español, que al parecer era la lengua vernácula hablada entonces en la zona. Su valor se descubrió en 1911 cuando Manuel Gómez Moreno, que estudiaba la arquitectura mozárabe del Monasterio de Suso, transcribió todas las glosas; alrededor de mil, y las envió a Ramon Menéndez Pidal.

Gonzalo de Berceo (1198-1264) monje en monasterio de San Millán de la Cogolla, es considerado como uno de los primeros poetas y escritores en lengua española. 

La traducción es un proceso esencial en la evolución de la lengua y la comunicación intercultural que no se limita a la transferencia de palabras de un idioma a otro, sino que implica una profunda creación y, en algunos casos, la generación de nuevas lenguas conectoras. 

El colibrí va con su energía y aleteo ruidoso, internándose en la profundidad de las flores y llevando esa esencia, que extrae con su pico, a otras flores. Riega de polen los campos vecinos, haciéndolos fértiles. Igual el traductor con su trabajo arduo va sacando la esencia de los libros y multiplicándolos en otras tierras. 

Traduciendo, combinando textos, uniendo códigos se fue formando nuestra rica lengua. 

 

Autora Nery Santos, miembro de la Academia Norteamericana de Literatura Moderna Internacional, Capítulo Reino de España.