Es la mirada del que puede elegir sus tiempos frente a la caja alienante. Porque tampoco se trata de renunciar a una buena película sin movernos de casa o a las escasas realizaciones de calidad. Eso sí, tratando de obviar la publicidad, que en su mayor parte parece pensada para estúpidos y simples.
Si cualquiera de ustedes, en un momento de desesperación, aburrimiento o pereza mental, se dedica a zapear entre la gran cantidad de tonterías de las programaciones, se sentirá defraudado pero terminará cayendo en la tentación de turno, prostituyendo su capacidad de entendimiento. Ya lo conté en un poema que les invito a escuchar.
Tienen donde escoger, sobre todo en concursos y clases de cocina. ¿Hay tanta cultura o necesidad de conocimiento gastronómico para que el tema de para tanto? ¿O es una forma de aderezar con la contraprogramación cuando un contenido tiene éxito? ¿Y qué me dicen de los concursos de promesas cantarinas y de fondos de armario? Punto y aparte merecen las candidatas a monjas o los candidatos a llevarse una princesa indocta y presumida. La escala más inferior la ocupan esos programas de gentes chillonas y majaderas, encerradas en una casa o en una isla, metidos en viajes sin sentido, o reunidas en un plató para despellejarse a gusto. Sin embargo, aunque personalmente ignore, rechace o aborrezca estos programas, entiendo que los gustos televisivos son múltiples y sobre ellos nada debe ser escrito sin un respeto para las opciones individuales. Cada uno tiene derecho a escoger la forma de divertirse, de aburrirse, de cotillear o de alienarse. Como en la política, debemos respetar los pareceres ajenos, aunque nos sorprenda la credulidad de la gente y el voto trabajador para opciones corruptas y caciquiles.
No obstante, una cosa es la programación privada, capaz de rivalizar por la insipidez de Bertín Osborne, y otra muy distinta usar los fondos públicos – los de todos los que contribuimos al erario público – para llevarnos a casa programas de tontería televisiva. En concreto, la participación de España en Eurovisión. El concurso, propio de otros tiempos de televisores en blanco y negro, con sólo dos canales y de un público entusiasta e inocente, podía permitirse aquello de que nos votara Portugal y siempre nos obviara la pérfida Albión. Tiempos para promocionar cantantes a la Europa musical.
Todo esto ha cambiado porque hoy los intérpretes se promocionan con video clips de lanzamiento y con una industria poderosa y activa. Eurovisión es tan solo un espectáculo largo y tedioso con mucho aparataje técnico y con los mismos defectos que antaño. Hoy como ayer, los países participantes se votan de forma tan predecible que se puede adivinar el resultado sin escuchar los temas. Lo importante no son ni las calidades de los cantantes ni de la canción a concurso, sino el espectáculo y la sorpresa; si alguien es capaz de hacer cantar a media docena de gallinas disfrazadas de alienígenas tendrá muchas opciones, siempre con el permiso de los numerosos y determinantes países del este europeo. Tan cutre es el llamado Song contest que los organizadores, remasterizados en su rectificación, han equiparado la ikurriña con la bandera del Estado Islámico en sus prohibiciones para su uso y disfrute durante el certamen. Ya saben, la idiotez continuada de que el público asistente ondee banderitas al finalizar cada intervención.
En resumen, Eurovisión es otra tontería televisiva que los responsables de Televisión Española nos imponen sin que sepamos, a ciencia cierta, el porqué. Otros países ya no acuden al evento, pero nosotros seguimos participando con el dinero de todos a esta necedad eurovisiva. Alguien, que no fuese demasiado estúpido, tendría que dar explicaciones por ello.
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