Quiero decir, que cuando se pretenden buscar las causas más alejadas de él trastorno que afecta a un sujeto, haciendo perturbar lo anímico, se puede llegar a pensar que es un camino ingenuo y lineal, o sea que es problema imaginario que podemos dejar de lado, por ser de otro siglo.
Científicamente hablando, a pesar su prestigio, por esas cuestiones del libre albedrío y demás teorías, por desconocer el psicoanálisis, se pueden llegar a pensar cosas alejadas de la realidad que nos señalan las ciencias.
Sin embargo, médicos y psicólogos, novelistas también, hallaron en ese nexo el punto que les permitió dirigir su plena atención a este aspecto, hasta entonces descuidado, de la interrelación entre el alma y cuerpo.
Sólo estudiando lo morboso puede llegarse a comprender lo normal. Así, gran parte de los procesos relativos a la influencia de lo anímico sobre lo somático siempre fueron conocidos, pero sólo después de la producción del psicoanálisis, pudieron ser observados bajo una nueva luz.
El ejemplo más común de acción psíquica sobre el cuerpo, observable en cualquier en cualquier individuo, nos lo ofrece la denominada “expresión de las emociones”. Casi todos los estados anímicos de una persona se exteriorizan por tensiones y relajamientos de su musculatura facial, por la orientación de sus ojos, la ingurgitación de su piel, la actividad de su aparato vocal y la actitud de sus miembros; ante todo, de sus manos.
Estas expresiones corporales concomitantes, en general no le ofrecen al sujeto provecho alguno; muy al contrario, suelen malograr sus intenciones, cuando se propone ocultar al prójimo sus movimientos anímicos, pero sirven a los demás, precisamente, como signos fidedignos para deducir aquellos procesos anímicos, y generalmente se confía más en ellos que en las simultáneas expresiones intencionadas por medio de la palabra.
Si se logra observar detenidamente a una persona en el curso de ciertas actividades psíquicas, pueden hallarse otras consecuencias somáticas de las mismas, en las alteraciones de su actividad cardíaca, en las fluctuaciones de la distribución sanguínea en su organismo y en otros fenómenos semejantes.
En otras situaciones anímicas que se denominan, “afectos”, la participación del cuerpo es tan notable y espectacular que muchos psicólogos han llegado a aceptar que la esencia de los afectos residiría en éstas, sus manifestaciones corporales, otro mito.
Sin embargo, son de todos conocidas las extraordinarias alteraciones manifiestas de la expresión corporal, de la circulación sanguínea, de las secreciones, del estado excitativo de la musculatura voluntaria, que pueden producirse bajo la influencia del miedo, de la ira, del dolor anímico, del éxtasis sexual y de otras emociones.
Menos conocidas, pero absolutamente indudables, son otras acciones somáticas de los afectos que ya no forman parte directa de los mismos. Así, ciertos estados afectivos permanentes de naturaleza penosa, o como suele decirse “depresiva”, como la congoja, las preocupaciones y la aflicción, reducen en su totalidad la nutrición del organismo, llevan al encanecimiento precoz, a la desaparición del tejido adiposo y a alteraciones patológicas de los vasos sanguíneos.
Recíprocamente, bajo la influencia de excitaciones gozosas, de la “felicidad” en general bajo cualquiera de sus presentaciones, se puede observar cómo el organismo rejuvenece y la persona recupera manifestaciones de su juventud. Los grandes afectos tienen, evidentemente, íntima relación con la capacidad de resistencia frente a las enfermedades infecciosas; buen ejemplo de ello es la observación de médicos militares, de que la susceptibilidad a las enfermedades epidémicas y a la disentería es mucho mayor entre contingentes de los ejércitos derrotados que entre los vencedores.
Jaime Kozak es miembro de la Academia Norteamericana de Literatura Moderna Internacional, Capítulo Reino de España.
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