Aquella tarde llovía ligeramente. Normalmente, ni vamos a caballo los cuatro, ni vamos los sábados. Ya desde el principio se perfilaba como un día diferente. Pero confiamos, había tramos de nubes en el cielo que dejaban paso a un rayo de luz así que mantuvimos el plan de ir a montar.

A medida que llegábamos a la cuadra caminando, se iba haciendo más grande la silueta de aquel niño montado a caballo con una monitora detrás. Paso a paso, se iba descubriendo por qué no montaba solo. Es verdad que era pequeño, pero no era esa la razón. Para bajarse del caballo cuatro brazos esperaban a los lados: el papá y la mamá. Enseguida comprendí. Ellos eran los brazos y piernas de aquel niño. Y entonces, aparté la mirada. Me sentía indiscreta, entrometida. Como si mis ojos se estuvieran posando en la intimidad de aquella familia sin permiso. Preferí mirar para otro lado. Hacer como que no pasaba nada. La sociedad no está preparada para lidiar con aquello con lo que no está habituada a tratar y yo, tampoco.

Sin embargo, al lado, estaba la hermana mayor. Con toda su alegría, con todo su ser y naturalidad. Y entonces, junto a mi hija, se pusieron a preparar sus caballos y bajar a las pistas a montar. Y así, las dos familias, seguíamos la estela de nuestras amazonas. Apelé a esos temas de conversación triviales como son el tiempo (aquellas nubes amenazando tormenta), el deporte que nos ocupaba y lo bien que lo estaban pasando nuestras hijas. Y sin saber muy bien cómo, se hizo la magia. De repente, la mamá que sostenía a ese niño dijo reconocer mi voz. Mi voz y mi escritura. Y me preguntó si era la autora de “La magia de la leche”. Y sí, lo era. Y en ese momento, se abrió todo un abanico de conversación que incluía el tema de la lactancia, la crianza, el posparto, la maternidad y, como un regalo, aquella familia se desnudó compartiendo la historia de Izan, su pequeño jinete de tres años. Entonces, sus palabras daban paso a nuestro silencio. A la escucha sin pestañear. Y las nubes se congelaron, como el reloj.

Conocer el relato de una familia que se ha encontrado con una enfermedad rara como es el síndrome del bebé burbuja, haber lanzado una campaña en búsqueda de una donación de médula, haber viajado a Londres en medio de la pandemia para tener una terapia génica que le curara nos parecía de un coraje inconmensurable. ¡Cómo podía una familia sacar la fuerza para tanto! Descubrir que ésa era solo parte de la historia porque en el momento de estar recuperándose, ese bebé sufrió una encefalitis (de nuevo otra enfermedad rara) que le causó una discapacidad nos pareció ciencia ficción. ¿De verdad esas cosas ocurrían? Pero encontrar que aquella familia se abría de una manera tan generosa, que nos presentaba el mundo de las personas con discapacidad entre sonrisas, con una resiliencia apabullante, les hacía seres de una humanidad heroica. Aquello me resultó sencillamente increíble. Tal vez sea uno de los momentos en mi vida en los que me he sentido más pequeña pero muy afortunada. Y el reloj volvió a girar y se acabó la clase de caballo. Y del cielo…del cielo, recuerdo las nubes porque se amontonaron y empezaron a caer gotas más y más deprisa. Las niñas y nosotros nos cubrimos a modo de refugio mientras nuestras piernas deshacían el camino para llegar a los coches. Izan, sin embargo, giró su cabeza hacia el cielo, le enseñó su piel y sonrió. La caricia del agua a poquitos sobre su cara le provocaba un placer que muchos ignoramos. Entonces, viví uno de esos instantes en la vida que llamamos “momentos clave”: se me cayó una venda y la historia de este niño me caló por fuera y por dentro.

Al llegar a casa, sólo encontré abrigo en las letras. Sentí la necesidad de escribir su historia. Lo haría creando un cuento, versionado para que fuera asumible para peques desde los 8-9 años, pero que llegara a adultos hasta el infinito. Necesitaba visibilizar una realidad desconocida e ignorada. La voz que narraría la historia sería la de su hermana (Yaiza) pues representa a ese colectivo olvidado en el mundo de la diversidad funcional. Ella se convertiría en el puente para unir ese universo de otras capacidades con la gente que no suele mirar más allá. Y…como nada es casualidad, al buscar una ilustradora, la encontré en la que fue la terapeuta ocupacional de Izan. No había nadie que pusiera el color de una manera tan real y con tanto cariño por conocer la historia de primera mano. Y, como he hecho en otras ocasiones con mis otros libros, busqué una entidad para donar los beneficios que este libro pudiera generar. Y ahí aparecieron La Fundación Sin Daño y el proyecto Yes we Can, que trabaja con perros de terapia asistida para ayudar a los niños y niñas con daño cerebral adquirido en el Hospital Infantil Universitario del Niño Jesús. Ellos habían ayudado en su momento a Izan (y a tantos otros peques). Como las burbujas, la confección de este cuento me parecía un sueño, delicado, cuidado y redondo porque todo fluía. Era mágico pero era verdad.

Así se engendraba “Más allá de una burbuja”: un cuento que pretendía contar una historia (no sólo la de la familia de Agustín y Miriam, sino la de muchas familias). Me gusta decir que es un cuento de algo que no es un cuento. Y es que, además, tanto la historia como las actividades del final del libro, pretenden proporcionar unas gafas que permitan observar lo que es invisible a los ojos, como decía Antoine de Saint Exupéry. Supongo que cuando nos las ponemos, podemos hacer algo que Izan sí sabe hacer: SENTIR y SER.

¡Ojalá este libro vuele en días claros y de lluvia y llegue a muchas manos, muchos oídos y corazones!  ¡Ojalá “Más allá de una burbuja” no sea sólo un cuento sino un proyecto: el de visibilizar lo invisible!

Autora Sylvie Riesco Bernier